lunes, 11 de enero de 2021

VII. Los furores de los filósofos


Apenas habían salido cuando el baniano extrajo de un saco un cordero muerto, ya un poco pasado a juzgar por el olor desagradable que transmitía, y lo puso en la extremidad del colchón ocupado por el paria, hacia los pies.
—Correrán en batallones —dijo el cazador de ratas—. Quiero ver si este hombre sabe resistir el temor de ser devorado vivo sin poder defenderse.
—¡Uf...! —dijo Kammamuri—. Tengo más confianza en mis pajarracos.
—Veremos, sahib. Hay otras dos puertas allá abajo que conducen ciertamente a otros subterráneos más inmensos. Abrámoslas, retirémonos y disfrutemos de la escena. Estaremos listos para intervenir si los roedores tienen demasiada hambre y quieren morder demasiado fuerte la carne palpitante.
—¿Debemos apagar las linternas?
—No es necesario. La rata hambrienta no le tiene miedo a la luz.
Abrieron las otras dos puertas de bronce que daban a los grandes subterráneos, luego se retiraron hacia la escalera uniéndose al rajput.
Algunos escalones más arriba los seis marabúes argala o filósofos, como también son llamados, continuaban alborotando, aguzando sus gigantescos picos sobre las piedras. Parecían furiosos. Quizá no habían tenido ni cena, ni agua, pero Kammamuri debía haber tenido un propósito para tenerlos completamente en ayuno.
—Dentro de pocos minutos, sahib —dijo el cazador de ratas—, veremos llegar en oleadas a estos interesantes animalitos.
—¡Interesantes...!
—Tú, sahib, jamás los has visto en acción. Son dignos de estudio y luego, debo estar muy agradecido a aquellas pequeñas bestias que por tantos años me han dado de comer y también ganancias.
—¿Comías las ratas, tú?
—Desde luego, sahib. En las cloacas no había bodegas que pudiesen proveerme una mísera cena, y por eso debía adaptarme bien.
—De modo que hacías asados.
—Siempre tenía conmigo una especie de asador para asarlas bien. La leña no faltaba porque, antes de que descendieran todos aquellos parias, había hecho provisiones de combustible que luego...
El baniano se había interrumpido bruscamente y se había acercado a la puerta de bronce, que permanecía un poco entornada.
—¿El paria quizá intenta desatarse? —preguntó Kammamuri.
—No, siento a las ratas.
—Yo no siento nada.
—Tú, sahib, no has vivido en medio de ellas por años y años. Te digo que comienzan a llegar. ¡Mira...!
El maratí acercó un ojo a la puerta, que como habíamos dicho, no había sido íntegramente cerrada y no pudo contener un gesto de horror.
De las profundidades inmensas de los subterráneos del palacio del maharajá, las ratas, atraídas por el olor desprendido por el cordero que comenzaba a descomponerse, llegaban en batallones y batallones.
Eran grandes ratas grises, con largos bigotes y terribles dientes amarillos, mezcladas con otras morenas de pelaje un poco más espeso y de formas bastante menos robustas.
Avanzaban a los saltos, intentando superarse para llegar antes a la cena y mandaban agudos chillidos.
El paria, viéndolas acercarse y sabiendo con qué despiadados enemigos habría tenido que vérselas, había alzado la cabeza clavando alrededor miradas fosforescentes. Las ratas, hambrientas por quién sabe qué largos ayunos, porque en los subterráneos nada podían encontrar para roer, se habían arrojado furiosamente sobre el cordero mandando altísimos chillidos.
Cien, doscientas, quizá trescientas mandíbulas, si bien estaban armadas de pequeños dientes, eran bastante puntiagudos, se pusieron a trabajar triturando los huesos como si fuesen simples terrones de azúcar. Un minuto solo había bastado para hacerlo desaparecer todo.
Con apetito y habiéndose percatado que había un hombre para descarnar, se reunieron delante del colchón sobre el que se encontraba el prisionero, formando cinco o seis filas densísimas.
—¿Has visto, sahib? —preguntó el baniano a Kammamuri.
—Todavía no me he quedado ciego y espero no estarlo tampoco más tarde —respondió Kammamuri—. ¿Y tú crees que el paria se espantará y nos llamará?
—Lo creo.
—¡Uf...! ¡Uf...!
—Sin embargo, las ratas dan miedo a todos y lo sé yo que en las alcantarillas he debido sostener a menudo verdaderas batallas.
—¡Oh...! ¡Mira...! ¡Mira...! Qué poder en los ojos tiene aquel miserable.
Las ratas, como habíamos dicho, habían estrechado filas, listas para precipitarse al asalto de aquel gran bocado y descarnarlo en pocos minutos. Ya parecía que se preparaban para arrojarse, cuando sucedió un hecho extraordinario, casi increíble.
El paria había alzado la cabeza todo lo que le permitían las cadenas y parecía que hubiese dado fuego a sus ojos. Una luz extraña, fosforescente, que variaba entre el verde y el amarillo intenso brotaba de las pupilas del prisionero.
Las ratas, a las que debía haberles dado apetito por el carnero devorado en menos de dos minutos, delante de aquellos dos grandes ojos que a veces brillaban como pequeños faros, habían comenzado a retroceder en completo desorden.
—¿Qué me dices de tus roedores? —preguntó Kammamuri, que espiaba siempre a través de la rendija de la puerta.
—Que las ratas de las alcantarillas son más valientes —respondió el baniano—. Si hubiesen encontrado a un hombre atado, incapaz de defenderse, ciertamente no lo habrían perdonado.
—¡Pero qué...! Estas bestias son tan valientes como las otras.
—¿Y por qué retroceden?
—¿No ves cómo centellean los ojos del prisionero?
—Parecen dos ojos de tigre.
—Aquel malandrín está hipnotizando también a las ratas, y les ordena irse. Veremos si lo conseguirá con mis filósofos.
—También los magnetizará.
—Tienen nervios demasiado sólidos como para ceder ante una mirada.
—Las ratas se van. No quieren saber de asaltar.
—Deja que se vayan. Ya no puedo tomarlas por la cola y detenerlas.
Los roedores, ante la mirada siempre más fosforescente del paria, continuaban batiéndose en retirada. De vez en cuando se detenían e intentaban estrechar sus filas para arrojarse al asalto, luego se iban, saltando como si alguien los apaleara, y chillaban a todo pulmón.
Habiendo llegado a las dos puertas hicieron un último intento, pero luego, como tomados por un terror invencible, se arrojaron a través de los subterráneos, desapareciendo en pocos instantes.
—Me he equivocado en contar con las ratas, sahib —dijo el baniano—. Jamás he visto cosa semejante.
—Yo tampoco.
—¿Y con tus filósofos qué quieres hacer? No me lo has dicho todavía.
—Impedir que el paria duerma —respondió Kammamuri—. No hay suplicio más espantoso, y ningún hombre, por más fuerte que sea, puede resistir mucho tiempo.
—Vamos entonces a tomar a tus pajarracos, sahib. Estoy curioso por saber cómo se comportarán ante los ojos fosforescentes del paria.
—Se pondrán más furiosos y harán tal alboroto como para despertar incluso a un muerto. Ven a ayudarme.
Subieron la escalera y alcanzaron a los marabúes argala que, devorados por el hambre, se picoteaban furiosamente produciéndose profundas heridas que sangraban mucho. No fue una empresa fácil hacerlos descender al subterráneo, también el rajput debió acudir en ayuda de los guardianes del prisionero.
Las seis bestias fueron atadas, con cadenas de acero, a una pesada viga que se encontraba a pocos metros del colchón, y mantenidos a distancia a fin de que no se arruinasen completamente entre ellos. El paria, viendo aquella extraña entrada, se había puesto a reír desquiciadamente.
—Sahib —dijo volviéndose a Kammamuri que continuaba encadenando—. No soy un cuervo, ni un gato para hacerme comer por aquellos filósofos.
—Sus picos son lo suficientemente puntiagudos como agujerear tus ojos fosforescentes —respondió el maratí.
—¿Quieres cegarme, sahib? —preguntó el prisionero con voz alterada—. ¿Quieres quitarme la luz?
—Se verá más tarde. Si puedes dormir algunas horas inténtalo pues, pero te advierto que estaré listo para caerte encima y despertarte.
—¡Ah...! ¡El suplicio del sueño!
—No sé nada. Como te la has arreglado con las ratas, intenta magnetizar también a estas bestias, si lo consigues. Tienen el ojo demasiado grueso y también el cerebro demasiado duro, mi querido.
Sacó un viejo reloj de plata y miró la hora.
—Cuatro horas y media —dijo—. Es bastante tarde, y yo voy a pegar un buen sueño.
—¡Espera...! —gritó el paria, que parecía espantado.
—No querrás, espero, que te hagamos compañía.
—No, solo quiero decirte que soy un brahmán auténtico.
—¡Ah...! —dijo Kammamuri—. No tienes la forma.
—¿Si lo jurase por Iama, el juez de los mortales?
—No te creería.
—Yo tampoco —dijo el cazador de ratas.
—El arrepentimiento podría llegar demasiado tarde. Ustedes saben que nosotros los brahmanes gozamos de la protección de los dioses porque somos seres puros y que nadie puede tocarnos sin incurrir en penas espantosas.
—¡Canta...! ¡Canta...! —dijo Kammamuri, encendiendo un cigarrillo que le había quedado en el fondo de un bolsillo.
—Sepan que no solo no se nos puede tocar, sino tampoco a los animales que nos pertenecen.
—Adelante: los filósofos comienzan a aburrirse y a alborotarse.
—Sepan entonces que si un hombre mata a una ternera perteneciente a uno de nuestra casta, irá, después de la muerte, al infierno donde, sin pausa, será devorado por las serpientes y atormentado con hambre y sed.
—Hará calor allá abajo —dijo Kammamuri, alzando los hombros—. ¡Cuenta, cuenta...!
—No puedes imaginarte qué penas horribles le esperan al hombre que ha matado a un brahmán, cualquiera sea la causa, porque es un pecado cuatro veces más grave que el de matar a una vaca.
—Para ser un paria estás bastante instruido —dijo el baniano.
—¡Brahmán, no paria...! —gritó el prisionero arrojándole encima una mirada intensa, que, no obstante, no tuvo ningún resultado.
—¿Has terminado? —preguntó Kammamuri, bostezando.
—Te advierto que quienquiera que haya matado a uno de los nuestros, protegido por los dioses, será condenado, después de muerto, a revivir en la forma de un insecto que se alimenta de inmundicia. Renaciendo se convertirá en paria, quedará ciego por un larguísimo número de años y será afectado por la lepra. ¿Tendrías ahora el coraje de matar a un brahmán?
—No soy totalmente burro —dijo el maratí—. Sé que si ustedes matan a un hombre perteneciente a otra casta, se las arreglan con recitar una especie de plegaria que si no me engaño, se llama gáiatri.
—¿Y entonces? —preguntó el paria.
—Yo también recitaré una plegaria y todo estará bien.
—Pero tú no eres un brahmán.
—Soy un hombre como tú.
—Tu alma no es pura.
—¿Qué sabes tú? No has visto dentro de mi cuerpo —respondió Kammamuri, volviendo a bostezar.
Mientras tanto, los cuatro filósofos intentaban picotearse y gritaban sin pausa “Kra... Kra...” haciendo atronar el subterráneo.
—Eh, cazador de ratas —dijo el maratí, lanzando al aire la última bocanada de humo—. Ya tengo suficiente de esta música. Me pone terriblemente de los nervios. Por consiguiente dejemos que la disfrute toda el paria.
—¡No, brahmán...! —protestó el prisionero.
—Como quieras: si tienes sueño, intenta cerrar los ojos.
—Brahma te maldecirá.
—No le he hecho nada a él: ¿entonces por qué debería castigarme?
—Pero le has hecho mal a uno de sus sacerdotes.
—¡Lindo sacerdote...! Has envenenado a tres ministros del maharajá. ¿En nombre de quién? Si hablas te dejaremos descansar y te traeremos comida y cerveza fresquísima.
—No tengo nada que decir.
—Entonces intenta magnetizar a los filósofos. Tienen el cerebro demasiado grueso como para sentir el destello de tus pupilas. Nosotros vamos a descansar, no muy lejos de aquí, y te advierto que hay un rajput incorruptible que te vigilará.
—Que tengas, cuando hayas muerto, la lepra lista para hacerte echar también del nirvana.
—Nunca iré al paraíso, por eso no me preocupo —respondió Kammamuri.
Miró atentamente si las cadenas de acero de los filósofos estaban bien atadas a la viga y se fue junto con el cazador de ratas.
Recomendaron al rajput hacer una buena guardia, subieron otra escalera y se encontraron en un pequeño subterráneo donde antes habían hecho traer dos catres de campaña.
—El servicio ha sido un poco pesado —dijo Kammamuri—. Tomemos un par de horas de sueño.
—En las alcantarillas he pasado muchas noches sin cerrar los ojos —dijo el baniano—. Prefiero velar.
—¿Temes que el paria huya?
—Quiero ver lo que sucede.
—Los filósofos continuarán su música oprimente y nada más.
—Preveo una gran batalla.
—¿Entre quienes?
—Entre tus pajarracos, sahib, y las ratas.
—¿Crees que los roedores regresarán?
—Ciertamente. Si no osan caer encima del hombre, asaltarán a los filósofos.
—Si eso sucede, despiértame, y cuida sobre todo de que no baje la rani.
—Puedes confiar en mi vigilancia, sahib —respondió el baniano.
Kammamuri bostezó tres o cuatro veces como un oso que apenas ha pasado el invierno bajo las nieves y se arrojó sobre uno de los dos catres, poniéndose al lado las largas pistolas de doble cañón. El baniano, en cambio, había encendido una vieja y apestosa pipa, y habiéndose sentado sobre el borde del otro catre, se había puesto a fumar, prestando atención a los “Kra... Kra...” de los filósofos.
Con aquella música el paria no debía dormir en absoluto, porque la bóveda del subterráneo era sonora como la de las cloacas.
Era una alboroto verdaderamente infernal el que subía a través de la escalera.
Los gigantescos pajarracos en ciertos momentos bramaban como si se hubieran convertido en elefantes marinos, para retomar luego, acto seguido, el molesto “Kra... Kra...”.
Habían pasado un par de horas, cuando el baniano se bajó rápidamente de su catre, diciendo:
—Las siento venir: ¿con quién se la tomarán? ¿Con el hombre o con los filósofos? ¡Tienen el pico duro aquellos pajarracos y qué estómagos...! Pasan centenares de ratas aún vivas.
Dio una mirada a Kammamuri, que dormía tranquilamente, no obstante, siempre con los puños cerrados, y descendió silenciosamente la escalera.
El rajput, firme como una estatua de bronce, velaba siempre detrás de la puerta maciza, apoyado en su larga lanza.
—¿Está siempre en su lugar el prisionero? —le preguntó el baniano.
—Siempre, sahib.
—¿Qué hace?
—Enciende y apaga sus ojos con la esperanza quizá de espantar a los marabúes argala y hacerlos callar, pero parece que pierde inútilmente su tiempo. Es más, gritan más fuerte que nunca.
—¿No ha intentado desatarse?
—En absoluto: se ha mantenido casi siempre inmóvil. Solamente sus ojos han trabajado, y como te he dicho, sahib, no han hecho mas que volver más furibundos que nunca a las aves. Si pudiesen romper las cadenas de acero, estoy seguro que se arrojarían sobre él para comerlo vivo. Deben estar muy hambrientas.
—Y también muy sedientas —dijo el baniano—. No obstante, el alimento no les faltará dentro de poco, y querría impedirlo.
—¿Traído por quién? —preguntó el rajput, mirando alrededor.
—Las ratas vendrán a arruinar nuestros asuntos. Ahora no son más necesarias después de la pésima prueba que han hecho. No tienen la resistencia de los filósofos.
—No tienes mas que cerrar las dos puertas de bronce que dan a los grandes subterráneos, sahib.
—A esta hora aquellos roedores deben haber entrado.
—Y nosotros los expulsaremos.
—Necesitaríamos palos. Las pistolas no valen contra aquellos saltadores.
El rajput apoyó la lanza sobre un escalón de la escalera, luego saltando encima con todo su peso, la partió en dos.
—He aquí dos buenas armas para cargar contra las ratas, sahib —dijo—. Toma la que más te convenga.
—Te dejo a ti la punta. Sabes utilizarla mejor que yo.
Empuñaron los dos pedazos de bambú, ligeros y de una solidez a toda prueba y entraron en el subterráneo que resonaba con clamores extraños.
Los batallones de ratas, grises y morenas, habían regresado con la secreta esperanza de conseguir devorar quizá al prisionero, pero luego viendo a los marabúes argala se precipitaron al asalto de los gigantescos emplumados, intentando morderles las patas y hacerlos caer. No obstante, habían encontrado adversarios dignos de ellas. Aún cuando estuviesen atados, los seis filósofos combatían con furor extremo, mandando gritos espantosos. Sus picos monumentales se abrían sin pausa, y las ratas pasaban, vivas todavía, para terminar en el inmenso saco que poseen tales jugos gástricos como para consumir incluso los huesos.
El baniano, que no quería que se alimentasen demasiado, cayó en medio de la horda de roedores, pegando furiosos palazos. El rajput ensartaba media docena con la punta de la lanza, para luego arrojarlas contra las paredes de piedra donde dejaban grandes manchas de sangre.
La batalla fue breve. Los pequeños habitantes de la oscuridad y de los subsuelos, plenamente derrotados, se volcaban a través de las dos puertas de bronce de los grandes subterráneos, las cuales fueron solícitamente cerradas.
—Podrían haberse quedado en sus madrigueras —dijo el baniano, estrechando el pedazo de bambú chorreante de sangre—. Algunas veces son terribles.
El prisionero alzó en aquel momento la cabeza y le lanzó encima una de sus extrañas miradas fosforescentes.
—Es inútil que me mires así —dijo el viejo cazador de las cloacas—. No soy ni una rata, ni una mujer.
—Sin embargo, tú también cederás —dijo el paria, rechinando los dientes.
—¿En el infierno reservado a los enemigos de los brahmanes?
—Te digo que cederás como han cedido las ratas y que vendrás a liberarme.
—¿Para hacerme cortar la cabeza por el maharajá? Es un poco vieja mi calabaza, sin embargo todavía quiero que permanezca sobre mis hombros lo máximo que sea posible.
—¿Por lo tanto tampoco tienes miedo a los brahmanes?
—¡Pero si eres un paria!
—¿Qué dice tu compañero?
—Que ha ensartado al menos a seis docenas de ratas —respondió el baniano—. Recuérdalo también.
—¿Me dejará dormir? Cuando me han sorprendido en las cloacas hacía dos noches que no cerraba los ojos.
—Nadie te lo impide.
—Entonces haz retirar a aquellos marabúes argala. Hacen demasiado alboroto.
—Sí, si se decide a confesar.
—¿Qué cosa? —aulló el paria.
—Vendrá el maharajá a decírtelo.
—Yo no sé nada. Soy un desgraciado maldecido por los dioses.
—Y entonces eres un miserable paria —dijo el baniano—. Si hubieses nacido verdaderamente brahmán, al menos el dios más poderoso te habría ayudado.
—Incluso las divinidades algunas veces se olvidan de sus fieles adoradores.
—Y entonces permanece ahí oyendo por días y noches la música deliciosa de los filósofos.
—¡Ustedes todavía no saben quién soy! —aulló el prisionero.
—Ya te lo he dicho: un paria.
Dicho esto le volvió la espalda, y seguido del rajput, que llevaba todavía ensartadas en la lanza siete u ocho grandes ratas con las tripas afuera, salió del subterráneo, mientras los filósofos, alimentados sí, pero sin una gota de agua, reanudaban su música infernal, haciendo tintinear más las cadenas de acero.
Kammamuri apenas se había despertado y estaba sentado delante de una gran cesta que contenía fiambre, legumbres, pan y cerveza: era el tiffin o desayuno, lo que estaba asaltando.
—También hay para ustedes —dijo al baniano y al rajput—. El gran cocinero del maharajá está acostumbrado a cortar grande y abundar en todo.
—¿Quién se habrá tomado la molestia de mandarnos este regalo?
—Mi amo, supongo. Aunque está ocupado, con el maharajá, en los funerales del ministro, no se ha olvidado de nosotros.
—¿Si fuésemos a comer al otro subterráneo?
—¿Para hacer enfadar al prisionero? Es que también deberemos sufrir un concierto en absoluto agradable.
—Nuestras orejas son duras, sahib, y luego no nos quedaremos mucho tiempo junto al prisionero.
El rajput, que era de formas hercúleas, tomó la cesta, se la puso sobre la cabeza y volvió a descender al segundo subterráneo donde había batallado con las ratas. Kammamuri y el baniano que tenían apetito, se habían apresurado a alcanzarlo.
Los tres hombres se sentaron a breve distancia del paria sobre pedazos de viga, y se pusieron a trabajar los dientes. Los filósofos, que están siempre hambrientos, sintiendo el olor de la carne, se habían puesto a alborotar más fuerte que nunca y a batir las alas con tal rabia como para que se le cayeran numerosas plumas.
—Parecen seis tigres —dijo el rajput que devoraba por dos y bebía por cuatro—. Si consiguen romper las cadenas se arrojarán sobre el prisionero y lo harán pedazos en pocos instantes.
—Para beberle quizá la sangre —dijo el baniano—, porque sus buches pelados y roñosos no están aún del todo caídos. Todavía tienen ratas de reserva.
—Yo creo que miran nuestra carne —dijo el maratí—. No es para ustedes, mis queridos, aunque se vuelvan rabiosos, no tendrán más alimento y sobre todo, ni siquiera una gota de agua.
—Y es aquella la que desean más, sahib.
—Puedes tener razón, porque siempre he observado que estos pajarracos, apenas han limpiado una calle de inmundicias, se dirigen enseguida a las orillas de los ríos para llenarse de agua.
—¡Agua...! —dijo en aquel momento una voz.
El prisionero había alzado la cabeza y lanzaba miradas terribles sobre los tres hombres, pero sin conseguir arruinar su apetito.
—¡Agua...! —repitió con voz rauca.
—¿Quieres darte un baño? —preguntó Kammamuri, irónicamente.
—¡Quiero beber, yo...! El sueño no me importa, y resistiré bastante tiempo, pero muero de sed. Denme un sorbo de agua.
—No tenemos mas que excelente cerveza inglesa.
—¡Denme...!
—Sí, si hablas.
El rostro del paria se contrajo espantosamente y sus ojos adquirieron mayor fulgor.
—¡Ustedes no son mas que asesinos a los que se les ha metido en la cabeza que yo soy un envenenador...!
—¡Después de tantas pruebas...! Amigo, te olvidas que has sido reconocido por varias personas y también por mí.
—Quizá aquel brahmán que envenenaba a los ministros del maharajá se me asemejaba.
—Tú tienes un rostro que no se olvida fácilmente y que no puede asemejarse a otro, también porque tienes una cicatriz a través de la frente como la tenía el envenenador.
—Me la ha producido un tigre, una noche, mientras me dirigía a asistir a un moribundo perteneciente a mi casta.
—Nosotros no somos marabúes argala —dijo el maratí—. Estas historias ve a contárselas a ellos. Quién sabe, es más, quizá se calman.
—¡Dame de beber...! —rugió el paria.
—Incluso un tonel de cerveza, si quieres, pero antes, mi querido, es necesario hablar. Es inútil que insistas en negarte: hay demasiadas pruebas contra ti. Cuando hayas dicho por cuenta de quién has actuado, entonces podrás saciar tu sed y comer hasta reventar.
—Maldigo al dios que te ha hecho nacer.
—Shivá está demasiado ocupado como para recoger tus insolencias. También él tiene sus asuntos como Brahma y Visnú.
—¡Entonces mátenme...!
—Jamás. Los muertos callan para siempre, y nosotros no habremos ganado nada con nuestra peligrosa expedición a las cloacas.
En aquel momento pareció que el palacio entero temblase. Se oían trompetas resonar, campanas sonar, tambores redoblar, y millares y millares de voces invocando, en un conjunto maravilloso, la protección de la divinidad.
—¿Qué sucede? —preguntó el paria, sobresaltándose.
—Se hacen los funerales a tu víctima —respondió Kammamuri.
—¡De día...! Normalmente se hacen al ocaso.
—El maharajá así lo habrá querido. Por otra parte, se preocupa poco por nuestras costumbres, aunque respetando todas las religiones.
—¿Y dónde van a sepultarlo?
—En alguna pagoda. Comprenderás que se trata de un pez gordo.
El barullo se había vuelto tan enorme como para impedirles escucharse.
Sobre todo los dhak, aquellos grandes tambores que no pueden ser tocados sin el permiso de los príncipes, y los tumburà, todavía más grandes, cargados de doraduras y pinturas, percutidos furiosamente, retumbaban terriblemente, sofocando los toques agudos de los ramsinga, de los baunk, y de los bansuri.
El cortejo, compuesto por varios millares de personas, ya debía haberse puesto en movimiento escoltado por las tropas y seguido por bailarinas y sacerdotes.
El maratí esperó a que todo aquel estrépito se hubiese alejado, luego volviéndose al paria con una botella de cerveza en la mano, le dijo:
—Hay de beber, pero como te he dicho, es necesario hablar.
—Mátame, ya que no puedo defenderme —dijo nuevamente el paria.
—Nuestro desayuno ha terminado, amigos, por consiguiente podemos retomar nuestros puestos de guardia en el subterráneo superior.
—¿Me dejas otra vez solo? —preguntó el prisionero, que parecía un poco turbado.
—No tenemos nada más que hacer aquí —dijo Kammamuri—. Hemos comido y bebido y ahora vamos a encender nuestras pipas.
—¿Y si las ratas regresaran?
—Te las arreglarás tú.
—¿Y me dejarán devorar vivo?
—¡Ah...! ¡Veremos...! Nos contentamos con dejarte mordisquear solamente la nariz y las orejas, por ahora. Si puedes dormir también cierra los ojos. Te otorgamos cinco minutos.
—Haz sacar a los marabúes argala entonces. ¿Cómo quieres que caiga en modorra con el alboroto que hacen? Al menos dales de comer y de beber.
—Se dormirían tranquilamente sobre una sola pata y la cabeza escondida bajo un ala y no gritarían más, y esto es lo que no quiero.
—¿Tanto entonces te gusta la música de aquellas apestosas bestias?
—No seré yo el que las escuchará ni tampoco mis compañeros. Vamos, por última vez, ¿quieres decirnos por qué has envenenado a los tres ministros del maharajá?
—¡Ah...! Se han vuelto tres ahora —dijo el paria con aire feroz—. Mañana serán diez para tener un pretexto cualquiera para tomar mi piel.
—Como has sido tú quien envenenó a aquel que están ahora sepultando, y no puedes negarlo, debes haber mandado al otro mundo también a los otros dos ministros.
—Estás loco.
—Lo veremos —dijo Kammamuri, haciendo señas a sus compañeros para seguirlo al subterráneo superior, donde el alboroto furioso de los filósofos llegaba bastante debilitado, a causa de las dos macizas puertas de bronce, una de las cuales se abría a mitad de la escalera.
—Esperemos —dijo el maratí, rompiendo un paquete de cigarrillos de hoja de palma con tabaco rojo—. Terminará por ceder, por más que tenga nervios firmes.
Estaba por arrojarse sobre el catre, cuando oyó hacia la tercera puerta de bronce que daba a las salas reales, un sordo gemido, acompañado como por el tintineo de una cadena de metal. Miró al baniano y al rajput, que enseguida habían armado sus pistolones, interrogándolos con la mirada.
—¿Será uno de los molosos que viene a alcanzarnos para hacernos compañía? —dijo el cazador de ratas—. Aquellas pobres bestias deben estar como atontadas después de tanta música fúnebre.
—Sí —confirmó el rajput—, es uno de nuestros molosos.
En aquel momento la puerta de bronce, que solamente estaba entornada, fue violentamente empujada y los tres hombres vieron, con inmenso estupor, aparecer a Surama toda contenida en un gracioso vestido de seda azul con pantalones de seda blanca, que le caían sobre las minúsculas zapatillas marroquíes rojas con punta realzada. Un moloso la seguía, gruñendo sordamente y arrastrando sobre las piedras del pavimento su larga cadena de acero.
—¡Alto todos...! —dijo prontamente el maratí—. No debemos despertarla; es la orden del maharajá.
—La rani todavía está magnetizada —dijo el baniano—. ¿Por qué no han velado por ella?
—El palacio estará casi vacío —respondió Kammamuri—. Todos, incluido el señor Yanez y Tremal-Naik, se habrán dirigido al funeral del ministro. Sigámosla y dejémosla hacer.
—¡Paria perro...! —refunfuñó el baniano—. ¿Qué fluido magnético ha acumulado entonces dentro de sus ojos? Detiene a las ratas e hipnotiza a las personas.
Surama, habiendo abierto la puerta, se había detenido, agitando los brazos y haciendo con los dedos movimientos rápidos. Sus ojos estaban dilatados, casi centelleantes de fosforescencia como los del paria, sin embargo no debía haber divisado a los tres hombres.
El moloso, por instinto, había intentado contenerla tomándola por el vestido, pero Surama no volvió en absoluto en sí, y se puso a descender la escalera que conducía al segundo subterráneo. Hablaba como si estuviese presa de un sueño, con voz cansada, debilitada.
—Tú lo quieres... y siento que debo obedecerte... porque has lanzado dentro mío no sé qué hechizo... ¿y seré capaz de liberarte? Y el maharajá, mi esposo adorado, ¿qué dirá después?
Se había detenido otra vez, intentando resistir a la atracción misteriosa del paria: se retorcía las muñecas, sacudía desesperadamente la bella cabeza haciendo ondear los larguísimos cabellos, luego continuó descendiendo, diciendo con voz quebrada:
—Es inútil... debo obedecer... debo liberarlo...
El maratí había hecho señas al moloso de retroceder, luego con sus dos compañeros se había puesto a seguir en silencio a la pequeña rani, que avanzaba sin tambalearse y sin errar ni siquiera un escalón.
Abrió la segunda puerta de la escalera, se detuvo otra vez un momento como para recuperar fuerzas, luego descendió rápidamente, abriendo de par en par la última puerta que cerraba el subterráneo del prisionero.
—Detengámonos aquí afuera y veamos —dijo Kammamuri a sus compañeros—. Estaremos siempre listos para intervenir e impedir la fuga del envenenador.
La rani se había detenido sobre el último escalón y sus ojos se habían fijado enseguida sobre los del paria. Hubo como un intercambio de destellos fosforescentes entre la rani que no podía resistir y el envenenador, que, habiéndola divisado de inmediato, había levantado la cabeza mirándola fijo siempre más intensamente.
Los seis filósofos, nuevamente hambrientos y sobre todo sedientos, hacían en aquel momento un alboroto imposible de describir. Había ciertos momentos en que bramaban como si se hubiesen vuelto toros. Presos de un verdadero furor tiraban siempre rabiosamente las cadenas y las percutían con los robustos picos, pero el acero indio resistía todos aquellos esfuerzos.
Surama pasó entre aquellas bestias manteniéndose a debida distancia para no perder un ojo, y se movió solícitamente hacia el paria, deteniéndose en la extremidad del colchón.
—Me has llamado, ¿verdad? —le preguntó, con voz casi temblorosa.
—Sí, y te esperaba, Alteza —respondió el envenenador.
—¿Qué quieres ahora de mí?
—¿Dónde está el maharajá?
—En los funerales del ministro.
—¿Entonces estás sola?
—Creo: ¿qué quieres de mí?
—¿Quién te ha seguido?
—Un perro.
—No lo veo.
—Habrá regresado: ¿qué quieres?
—Tengo sed. Tú subirás al subterráneo superior y encontrarás una cesta donde se encuentran tres botellas de cerveza. Tráeme una y yo esta noche te dejaré dormir tranquila.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo veo.
—¿A través de las murallas?
—También, pequeña rani —respondió el bribón.
—¿Debo ir?
—¡Lo deseo...! —comandó el prisionero con voz imperiosa.
Surama bajó la cabeza, pareció recogerse un momento, luego giró sobre sí misma y volvió a pasar con matemática precisión entre los filósofos siempre más enfurecidos, escapando a sus picos monstruosos. Kammamuri, que tenía el oído fino, había recogido la orden dada a la rani.
—Espérenme aquí —les dijo a sus dos compañeros.
Subió a prisa, se acercó a la cesta y partió rápidamente las tres botellas de cerveza, arrojando los fragmentos en pequeños compartimentos de mimbre. Habiendo encontrado todavía un poco de carne y alguna hogaza, arrojó todo al moloso que había regresado para tumbarse delante de la tercera puerta de bronce, como si se obstinase en velar por la rani.
—Ahora veamos lo que sucede —dijo Kammamuri, mientras la cerveza descendía, espumando, a través de los escalones—. Aunque deba despertar a la ama, aquel envenenador confesará o morirá de hambre y sed, o por falta de sueño.
Miró a sus compañeros. Se habían retirado contra las paredes, para no ser un estorbo y se mantenían inmóviles como estatuas.
En aquel momento la puerta se abrió y la princesa de Assam reapareció, siempre con los ojos dilatados, fijos delante suyo, como perdidos en una lejanía infinita, y se movió, sin vacilar, hacia la gran cesta que tomó enseguida. Había obedecido la orden del paria, pero el maratí había sido más astuto.
—Vayamos a ver —dijo a los compañeros—. No hagan ruido y no hablen.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Iama: En el hinduismo es el dios de la muerte, señor de los espíritus de los muertos y guardián del inframundo.

Gáiatri: “Gaiaky” en el original, es un mantra del hinduismo que los brahmanes recitan mentalmente antes del amanecer y durante el atardecer.

Nirvana: En algunas religiones de la India, estado resultante de la liberación de los deseos, de la consciencia individual y de la reencarnación, que se alcanza mediante la meditación y la iluminación.

Tiffin: “Tiffine” en el original, es un almuerzo ligero típico de la India británica. Deriva del idioma inglés “tiffing”, entendido como una pequeña bebida. En el Sur de la India y en el Nepal se suele emplear el término con el sentido de "una comida entre horas".

Dhak: “Hauk” en el original, es un gran instrumento de membranófono del sur de Asia. Puede ser con forma casi cilíndrica o barril. La manera en que se estira la piel sobre la boca y el cordón también varían. Se cuelga del cuello, se ata a la cintura o se mantiene en el regazo o el suelo, y generalmente se toca con palos de madera. El lado izquierdo está cubierto para darle un sonido más pesado.

Tumburà: No encontré traducción al castellano. La única referencia es del libro “Il costume antico e moderno...” (G. Ferrario, 1829) donde lo describe como: “...un instrumento magnífico cargado de doraduras, y de pinturas y de miles de otros preciosos ornamentos: es un objeto de lujo, y los ricos indios lo tienen expuesto a los ojos de los forasteros en el mejor de sus apartamentos, puesto que es uno de los más bellos objetos”.

Ramsinga: También llamado “taré”, es una trompeta de dos metros de largo, compuesta de cuatro piezas o tubos que encajan entre sí y terminan en pabellón estrecho. Produce sonidos graves y fúnebres y se destina por esta condición a los entierros.

Baunk: La única referencia que encontré es que “baunk” es la palabra que designa a los trompetistas.

Bansuri: “Bansy” en el original, es una flauta transversal alta originaria de la India, hecha de una sola pieza de bambú y que consta de seis o siete agujeros abiertos.

Tabaco rojo: La única referencia que encontré al tabaco rojo es el Gutka, un preparado en base a nuez de areca, tabaco, parafina, cal y saborizantes, pero no se fuma, sino que se mastica. Pero no creo que se trate del mismo.

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