miércoles, 27 de enero de 2021

VIII. Hambre, sed y puñetazos


Aún cuando la cesta debió estar un poco pesada, especialmente con las botellas vacías y los fragmentos, Surama, la pequeña rani, como si imprevistamente hubiese adquirido una fuerza extraordinaria, casi al igual que la del hercúleo rajput, había vuelto a bajar la escalera, siempre con la misma seguridad de antes. Sin embargo, no debía ver, porque de otra manera habría divisado fácilmente a Kammamuri y a sus dos compañeros.
Por tercera vez volvió a pasar entre los ayudantes que alborotaban siempre más ferozmente, devorados más que nada por la sed, porque se habían metido no pocas ratas dentro de sus sacos pelados, y se detuvo nuevamente en la extremidad del colchón ocupado por el prisionero:
—Aquí estoy.
—Demasiado tarde —dijo el paria con voz oscura—. He visto todo, aún permaneciendo aquí.
—Bebe: hay botellas.
—Están todas vacías y las que estaban llenas han sido partidas. Veo la cerveza descender al subterráneo y no puedo beberla.
—¿Entonces tienes mucha sed?
—Me siento morir de un momento a otro. No resisto más al suplicio que me ha impuesto aquel chacal maratí.
—Ve a beber aquella que desciende.
—¿No ves, pequeña rani, que estoy atado con cadenas de acero?
—¿Entonces qué quieres de mí? Estoy cansada. No aguanto más y me parece tener la cabeza vacía y llena de niebla.
—Todo pasará si tú, Alteza, continúas obedeciéndome.
—¡Estoy cansada...! —gimió Surama, abandonando los brazos a lo largo del cuerpo—. No tengo más fuerza.
—Te la daré yo con un destello de mis ojos. Abre bien los tuyos y mírame fijo.
—¡No, tengo miedo...! —gritó Surama, agitando desesperadamente los brazos—. Tú me haces mal.
—No, solamente quiero que me obedezca, Alteza. ¡Abre los ojos...!
En cambio, la rani se había cubierto el rostro con las pequeñas manos, cubiertas de riquísimos anillos. Jadeaba, sudaba como si una fiebre imprevista la hubiese asaltado, o como si sobre su cabeza brillase el ardentísimo sol indio. Parecía que de un momento a otro iba a caer, no obstante, eso no debía suceder porque ya la poderosa fuerza magnética que el paria no cesaba de transmitir, debía darle nuevas fuerzas. Pasaron algunos minutos durante los cuales la rani continuó oscilando y sudando copiosamente, es más, tan copiosamente, que todo su bello vestido azul había quedado manchado de grandes gotas, luego bajó las manos que le escondían el rostro.
—¡Abajo...! —había dicho simplemente el paria—. Yo soy el más fuerte.
Enseguida un destello fosforescente llenó sus ojos, clavándolos contra la princesa ya incapaz de defenderse.
—Acércate —dijo el malandrín, cuando creyó que había llegado el momento oportuno.
—¿No me harás daño?
—No, Alteza, eres demasiado bella como para hacerte sufrir, no obstante, debes obedecerme.
El paria, medio muerto de sed, hablaba con voz casi rugiente: parecía que hablaba una bestia antes que un hombre.
—Ordena —dijo Surama.
—Rompe las cadenas que me mantienen cautivo.
—Nunca seré capaz.
—Posees la fuerza de una joven tigresa, Alteza. Te lo digo yo: te lo ordeno. ¿Es verdad que te sientes más fuerte?
—Sí, pero mi cabeza está siempre vacía y mis ojos no ven. Están como deslumbrados.
—No diga tonterías, pequeña rani, y acércate más a mí e intenta romper estas malditas cadenas.
—Mis dedos son demasiado pequeños.
—Serán robustos como tenazas.
Surama se inclinó sobre el prisionero, aferró las cadenas y dio tal tirón, que por un momento el maratí y sus dos compañeros, que espiaban siempre, creyeron que cederían.
—Más fuerte —dijo el paria.
—No puedo.
—Te quitaré la niebla que llena tu cerebro y podrás, esta noche, ir a reposar tranquilamente al lado de tu señor.
Surama dio un segundo tirón más poderoso que el primero, y fue tan violento que levantó al prisionero, no obstante las cadenas indias no cedieron. Un alarido de furor había escapado de los labios del magnetizador.
—¡Ah...! ¡No puedo infundirte la fuerza de un elefante...! —gritó—. Y entonces me obedecerás otra vez.
—¿Qué quieres? Date prisa... déjame ir... estoy cansada... cansada, y dentro de poco estará de regreso mi esposo.
—Aprovecha para actuar enseguida ya que aún no ha regresado. ¿Me oyes?
—Sí: tu voz retumba en mis oídos como tronidos.
—Vuelve a subir a tus habitaciones, agarra cerveza y tráeme una botella. Luego tomarás a tu hijo y se lo darás de comer a los marabúes argala. Cuando se hayan alimentado me dejarán dormir.
—¿Mi hijo...? —dijo Surama, como si no hubiese comprendido.
—Sí, tu Soarez: se llama así si no me equivoco.
—¿Y quieres matarlo?
—Quiero dormir: ¡Ve, te lo ordeno...!
Surama atravesó el subterráneo, procediendo como una sonámbula, se detuvo un momento para mirar los terribles picos de los marabúes argala a través de los cuales debían pasar las tiernas carnes de su pequeño Soarez y subió la escalera.
—Tú —dijo Kammamuri al baniano—, síguela y da la alarma. Luego, cierra enseguida las puertas de bronce a fin de que la rani no pueda regresar más aquí.
Dicho esto se arrojó al segundo subterráneo como una bestia enfurecida y cayó encima del paria acosándolo con sonoros puñetazos.
El rajput había apuntado su media lanza, en cuya punta todavía había ratas, listo para destrozar al miserable.
—No me lo mates —dijo prontamente el maratí, que continuaba golpeando con mayor fuerza, arrancando al prisionero alaridos agudísimos—. La muerte es demasiado dulce para este canalla y luego debe hablar, y por la muerte de todos los cateri, terminará por confesar.
—¡Lo estás matando, sahib! —observó el rajput.
—Tienes razón: si continuaba un poco más, le hundía todas las costillas. ¡Mira que bello rostro hinchado...!
—¡Tienes puños robustos, sahib!
—Y tú todavía más que yo. No me confiaría en dejarte golpear.
—Una vez, con un solo puñetazo, he abatido a un cebú.
—Te creo.
Luego, volviéndose hacia el paria, cuyo rostro estaba cubierto de equimosis, le dijo:
—¿Tienes suficiente o debo volver a comenzar?
—¡Qué Brahma te maldiga...! —aulló el miserable, recogiendo todas sus fuerzas para intentar romper las cadenas.
—No conozco a aquel dios —respondió Kammamuri—, y no tengo que temer mas que a las maldiciones del dios que adoro.
—Te castigará también aquel.
—¿Por qué?
—Porque has osado alzar la mano incluso contra un brahmán.
—Termínala, embrollador. ¿Debo repetirte cada cinco minutos que tú no eres mas que un paria? El asunto comienza a volverse molesto.
—¡Están todos equivocados...!
—¡Ah...! Los hombres de tu raza se reconocen enseguida. ¿Ahora te decidirás a hablar? Si esperas a la rani deberás aguardar un buen rato, porque hemos hecho cerrar todas las puertas de bronce.
—No me importa: sabe lo que debe hacer si quiere dormir.
—¡Aún quieres más puñetazos, canalla...! —gritó el maratí alzando el brazo, listo para volver a comenzar.
—Sí, así me matas.
—No, no, tú morirás, si quieres, después de que hayas confesado todo. ¡Miserable...! ¡Has impuesto a la rani traer a su hijo y ofrecerlo a los marabúes argala para calmar su hambre y hacerlos permanecer un poco callados...! Tienes el corazón más feroz que el de los viejos tigres, los comedores de hombres.
—Tengo sueño.
—Duerme entonces.
—Saca a aquellos filósofos: terminaré por volverme loco.
—Aquellos queridos pajarracos permanecerán aquí hasta que, no pudiendo resistir más ni el hambre, ni la sed, ni el sueño, te decidas a confesar.
—¡Quieres asesinarme...!
—Y tú has envenenado a tres ministros. No protestes, es inútil.
Le volvió la espalda, dio una vuelta a los marabúes argala que estrepitaban siempre más espantosamente, y que intentaban alcanzarse con sus poderosos picos, y volvió a subir al subterráneo superior.
—Tú —dijo al rajput—, permanece aquí en guardia del paria. ¿No te inquietarán los filósofos con su alboroto?
—Mis oídos son a prueba de tiros de cañón, sahib —respondió el guerrero—. No me darán ningún fastidio.
—Pase lo que pase, no mates a aquel hombre. Recuerda que el maharajá no quiere, al menos por ahora, su muerte.
—Dejaré a un lado mi lanza para que no me venga la tentación de meterla toda en el cuerpo de aquel hombre.
—Deja en paz también a tus puños: pesan como masas para forja.
—Te lo prometo, sahib —dijo el rajput sonriendo.
—Solo cuida que no huya y de no hacerte magnetizar.
—No soy la pequeña rani, perdería inútilmente su tiempo.
—Estamos de acuerdo. Voy a ver si el maharajá ha regresado de los funerales y voy a velar por su mujer a fin de que no obedezca la orden infame impuesta por el paria. Abre los ojos e intenta taparte los oídos.
Teniendo doble cerradura las puertas de bronce, le fue fácil abrir aquella que el cazador de ratas había cerrado para impedir bajar a la princesa, y subió a los apartamentos superiores justo en el momento en el que regresaban al palacio los guardias, los ministros y muchísimas otras personas.
Kammamuri se dirigió al salón de Yanez y encontró al portugués que estaba hablando con Tremal-Naik y con el cazador de ratas.
Apenas debía haber llegado, precediendo al cortejo sobre la magnífica rath tirada por seis cebúes todos blancos, con los cuernos dorados y adornados con cintas de seda multicolores.
—Lo sé todo —dijo Yanez, avanzando hacia el maratí—. Terminaré por hacer atar a aquel hombre a la boca de un cañón y mandar al aire su esqueleto en cien pedazos sangrantes.
—No lo hará, amo —respondió Kammamuri—. Aquel hombre debe hablar y le aseguro que confesará. Ya no puede resistir más.
—Y continua hipnotizando a mi mujer incluso estando allá abajo en el subterráneo.
—No, debe haberla magnetizado el primer momento que la ha visto —dijo Tremal-Naik—. El malandrín se dio cuenta de que había encontrado un óptimo sujeto, impotente de reaccionar al poder fosforescente de sus ojos y lo ha aprovechado enseguida.
—¿Qué hace la rani? —preguntó Kammamuri.
—Yace sobre su lecho, completamente agotada. Comienzo a espantarme.
—¿No ha intentado tomar al pequeño Soarez para darlo como comida a los filósofos hambrientos como quería el paria?
—El baniano y yo la hemos detenido a tiempo, pero cuando ya tenía en brazos a mi hijo, y de pronto se ha caído delante mío, como sorprendida por un imprevisto desvanecimiento. ¡Hacer comer a mi Soarez por los marabúes argala...! ¡Ah...! ¡Qué alma negra tiene aquel hombre...!
—El alma de la diosa Kali, señor Yanez.
—También comienzo a creerlo. ¿Y hasta ahora no ha confesado nada?
—No, y se obstina siempre creerse brahmán.
—¿Qué hacer? —preguntó el portugués, paseando rabiosamente por la estancia, con las manos hundidas en los bolsillos y los ojos relampagueantes de ira.
—¿Quieres un consejo? —dijo Tremal-Naik.
—Habla, dime algo, o bajo enseguida al subterráneo y apuñalo a aquel hombre.
—También soy de la opinión de Kammamuri de no matarlo, por ahora. Aquel miserable trabaja para alguien, quizá para Sindhia, y está tu trono en juego. Luego llevamos abajo a la rani y le imponemos al paria liberarla del hipnotismo.
—¿Y si no obedece?
—Esperaremos. Tu mujer no puede sufrir mas que grandes debilidades y nada más.
—Querría ver si obedece todavía la orden del miserable.
—¿Qué quieres hacer?
—Intentar despertarla y dejarla hacer. Tengo curiosidad por saber cómo terminará toda esta historia.
—Lo intentaré —dijo Tremal-Naik—. Ciertamente no tendré la potencia del paria y permanecerá siempre sujeta a él, sin embargo estoy seguro de que la despertaré. En un tiempo también me he dedicado un poco al magnetismo.
—Pero quería magnetizar a los tigres de la jungla negra —dijo Kammamuri.
—Alguno se ha detenido bajo mi mirada imprevista, dándome tiempo para fulminarlo.
—Sígueme —dijo Yanez, bruscamente—. Intenta no hacer ruido.
Atravesaron tres salas, todas maravillosamente decoradas y ricamente amuebladas, y entraron en una cuarta un poco más amplia que las otras y que tenía las paredes cubiertas de seda azul, de aquel azul que fue llamado por los chinos, expertos en tintes, aunque torpes pintores, tapices después de la lluvia. Todo alrededor había divanes de seda también azul, con anchos cojines bordados en oro, y ligeros muebles de palo de rosa, muy artísticamente esculpidos.
En el medio, justo bajo una de aquellas grandes lámparas doradas que usaban los mogoles, se encontraba el lecho de la rani, bastante bajo, con ricas almohadas, pero sin cortinas alrededor.
La nodriza de Soarez, una india de las altas montañas, todavía joven y bellísima, velaba por su ama acunando en sus brazos al pequeño.
—¿No se ha despertado todavía? —preguntó Yanez.
—No, Alteza, pero mire cómo suda. Diría que un fuego interior la devora.
—Por poco más, mi buena Mitane. El hombre que la hace sufrir está siempre en nuestras manos, y podemos matarlo de un momento a otro.
Surama se había arrojado al lecho sin desvestirse, esparciéndose los cabellos alrededor de la cabeza. Sudaba como si una verdadera corriente ardiente fluyese a través de sus venas y se sobresaltaba haciendo, de vez en cuando, con las manos, gestos como para alejar algo.
—Surama —dijo Yanez, con voz imperiosa—. ¿Me escuchas?
La graciosa princesa, oyendo aquella voz tan conocida, tuvo un sobresalto, pero sus ojos permanecieron obstinadamente cerrados.
—Deja que pruebe yo —dijo Tremal-Naik—. No me desespero.
Se inclinó sobre la elegante rani y le comprimió, ante todo, las sienes, luego hizo avanzar velozmente sus dedos sobre el cuello y sobre la frente, trazando signos misteriosos. Un grito altísimo se le escapó a Yanez.
Surama había abierto los ojos negros y profundos, arrojando alrededor miradas extrañas.
—¿Me ves, Surama? —preguntó el portugués.
La rani, en vez de responderle, dijo con voz muy débil:
—¿Por qué quieres que de a mi hijo como comida a los marabúes argala? Lo sé... tú me lo has ordenado y debo obedecer.
El portugués arrojó un puñetazo al aire que si hubiese caído sobre el rostro del infame paria habría resonado como un tiro de carabina.
—¿Qué dices, Tremal-Naik? Es inútil que vaya a aconsejarme con mis ministros, que están siempre ocupados en vaciarme la bodega.
—Te lo he dicho antes: déjala hacer. ¿No estamos nosotros?
—¡El miserable...! ¡Mi pequeño Soarez a través de los asquerosos picos de los filósofos...! ¿Es un demonio aquel hombre?
Surama, como si en aquel momento hubiese sentido una lejana llamada, brincó fuera del lecho, se arregló los cabellos, luego se movió directo hacia la nodriza que la miraba espantada, arrancándole de los brazos al pequeño.
—¡Por todos los rayos de Júpiter...! —exclamó Yanez, rompiendo con un puñetazo un viejo jarrón chino que valía tanto oro como pesaba—. Jamás he visto cosa semejante. Aquel hombre debe morir y antes le haré arrancar los ojos.
—Esperemos todavía, señor Yanez —dijo Kammamuri—. Una confesión de aquel hombre puede ponernos sobre los rastros de una vasta conjura no sospechada aún por nosotros. Se trata de su corona y la de la rani.
—Lo que sea: esperaré. Sigámosla.
La rani se había puesto en brazos al pequeño que dormía con la boca abierta y los dedos bien estrechados, como si ya empuñase todas las armas de su valeroso padre, le arrojó encima una ligera manta de seda amarilla, luego se movió, sin dudar, sin vacilar, con los ojos siempre abiertos de par en par, hacia los subterráneos.
Todos la seguían caminando en puntas de pie, aún cuando estaban más que seguros de que no había sido un despertar completo. Surama obedecía precisamente a una poderosa voluntad que ya la dominaba toda. Abría las puertas de bronce sin esfuerzo aparente, descendía los escalones siempre segurísima, sin detenerse nunca, sin vacilar nunca. Sentía la poderosa llamada del paria. No obstante, habiendo llegado ante la última puerta que daba al subterráneo donde se encontraba el prisionero, pareció hacer o intentar un esfuerzo supremo para retroceder, pero la llamada se imponía más que nunca imperiosa. Estrechó entre los brazos al pequeño Soarez, que continuaba durmiendo, abatido quizá también por el gran calor que transmitía la joven madre, luego entró resueltamente, pasando al lado del rajput sin chocarlo.
—¡Por Júpiter y Neptuno, por Urano, Marte y todos los otros planetas...! —exclamó Yanez—. ¡Es para temer! ¡Delante de diez tigres no estaría más impresionado...!
—Todo terminará, señor Yanez —dijo Kammamuri—. El paria teme bastante a los puños, especialmente si son robustos y golpean duro.
—Le hundiré una a una todas las costillas.
—Y entonces me lo matará.
—Golpearé sobre sus ojos y le cerraré para siempre las ventanas.
—Haga pues, señor Yanez. Solo le recomiendo no matármelo del todo.
—Te lo prometo.
Mientras tanto la rani había entrado al subterráneo donde los filósofos alborotaban terriblemente. Quién sabe qué discusión estaban teniendo entre ellos. Quizá pensaban, o mejor se preguntaban, por qué los ríos de pronto se habían vuelto tan secos como para dejarlos morir de sed.
—Corto el cuello a todos aquellos repugnantes pajarracos —dijo Yanez, extrayendo con un movimiento rápido un afiladísimo talwar de empuñadura de oro.
—No, mi señor, no arruine mi obra —dijo Kammamuri, deteniéndole rápidamente el brazo—. Estas aves harán maravillas.
—¿En qué modo?
—Lo sabrá luego: mire a la rani.
Surama descendía lentamente los últimos escalones, teniendo siempre bien estrechado en el pecho al pequeño, que todavía no se había despertado a pesar de todo aquel estrépito. Yanez rápidamente le cruzó el paso, casi delante de los filósofos, los cuales, como si también ellos obedecieran a la poderosa voluntad del paria, volvían las cabezas y abrían de par en par los gigantescos y repugnantes picos como si esperasen la tierna presa.
En aquel momento el pequeño se despertó, habiéndose la rani detenido bruscamente delante de Yanez, que le impedía proceder. Viendo a todos aquellos pajarracos furibundos, y oyendo sus chillidos horribles, se agarró al cuello de la rani, gritando:
—¡Mamá...! ¡Mamá...! ¿Dónde me traes?
Luego habiendo visto de pronto a Yanez, le dijo:
—¡Ah...! Papá, llévame o dame mi pequeña pistola.
El maharajá lo sacó dulcemente de los brazos de la mujer y lo pasó enseguida a Tremal-Naik, su futuro instructor.
Surama, oyendo aquellos gritos del pequeño, pareció que hubiese recobrado prontamente su voluntad, pero tuvo la duración de un relámpago. La llamada del infame paria se imponía, siempre más imperiosa.
No teniendo más a Soarez para ofrecer y no pudiendo quizá divisarlo, tomó la cubierta de seda amarilla y la ofreció a los pajarracos.
Uno más rápido la aferró y la absorbió como si fuese algo vivo, y cayó de pronto casi sofocado. Los otros hacían esfuerzos terribles para abalanzarse sobre la joven mujer y hacerla pedazos. Kammamuri y Yanez velaban y los rechazaban con patadas, arrancándoles alaridos espantosos. Surama se había detenido: no avanzaba más. El paria, temiendo por su propia piel, ciertamente le había impuesto no acercarse.
—Tremal-Naik —dijo Yanez, que parecía presa de una vivísima emoción—. Pasa al pequeño Soarez al rajput y cuida a mi mujer.
Luego se precipitó, con el impulso de un tigre, hacia el colchón ocupado por el prisionero. Kammamuri se había puesto a correrlo por detrás, gritándole:
—¡No me lo mate...! Todavía no ha hablado.
El paria, viendo al portugués arrojársele encima con los puños alzados, lo había mirado fijo intrépidamente, intentando quizá magnetizarlo también con un esfuerzo supremo.
—¡Ah...! ¡Perro...! —aulló Yanez, sobre quien la terrible y misteriosa mirada no había producido ningún efecto—. ¡Querías dar a los marabúes argala a mi hijo...! ¡Vil chacal, te mato...!
—No temo a la muerte.
—¿Qué clase de hombre eres entonces?
—Un brahmán y nada más.
—¡Paria...! ¡Paria...! ¡Paria...! —le aulló tres veces Yanez, con voz terrible—. Y ahora a nosotros. Has hipnotizado a mi mujer que ya no obedece mas que a tu voluntad y a tus imperiosas llamadas.
—No, Alteza, mis ojos son iguales a los de los otros.
—¡Ah...! ¡Descarado...! —gritó Kammamuri, brincando adelante también con los puños alzados, listo para golpear otra vez—. Ha sido tu mirada fosforescente la que ha hecho retroceder a las ratas, y aquellas bestias estaban hambrientas, y te habrían hecho pedazos en pocos instantes.
—No, han huído ante el tintineo de mis cadenas.
—Intentas engañarme. En aquel momento tus ojos fulguraban como los de los tigres, y también yo resistí con gran esfuerzo a tus llamadas, o mejor dicho, a tus imposiciones.
—Has visto mal, sahib —respondió el paria, con voz calma.
—¡Vamos, terminemos esta infame comedia...! —gritó Yanez, exasperado por la fanfarronería del prisionero—. Te he dicho que liberes a mi mujer de la mirada magnetizada que le has lanzado apenas la viste.
—No puedo hacer nada, Alteza.
—¿Insistes?
—¡Si yo no tengo la culpa!
—¡Después de tantas pruebas...! Impónele retroceder y regresar a su habitación.
—No poseo tal poder, Alteza.
—¡Ordénale...! —aulló Yanez alzando el puño.
—Usted puede matarme, pero yo no puedo cumplir lo que me pide. La pequeña rani debe haber sido hipnotizada por algún enemigo suyo.
—¿Por quién?
—Quizá, por aquellos que han envenenado a tus ministros.
Era demasiado. El puño del portugués, robusto casi como aquellos del rajput, descendió rápido golpeando al miserable en medio del rostro. Cuando sacó la mano vio deslizarse bajo los dedos un ojo. El paria había sido medio cegado.
—¡Usted me pagará, Alteza, este puñetazo...! —gritó el paria que perdía sangre en abundancia de la cuenca del ojo vacía, siniestramente abierta de par en par—. Alguien me vengará, y quizá más rápido de lo que crees.
—¿Quién? ¡Sindhia...! —aulló Yanez, que había sido prontamente retenido por Kammamuri, para que no le rompiera completamente al prisionero.
—Jamás lo he visto. Solo sé que comandaba aquí antes que usted y nada más.
—Kammamuri —dijo Yanez—. Ocúpate de este miserable.
—Y pronto, señor Yanez. La sangre fluye demasiado. ¡Qué puñetazo...! Ya está un poco arruinado este hombre, y no quiero que muera tan pronto.
Mientras Yanez se alejaba empujando delante de sí, dulcemente, a la pequeña rani, siempre presa del hipnotismo, seguido por Tremal-Naik que llevaba a Soarez, rasgó un pañuelo, tomó del rajput su cantimplora llena de tafia, fuerte como el aguardiente española, y bañó abundantemente los pedazos de algodón, metiéndolos sin misericordia en la cuenca del ojo vacía del paria.
—Calla, cachorro —dijo, oyendo el alarido del desgraciado—. Quema pero cauteriza y detiene la sangre.
—¡Qué Brahma te maldiga a ti y también al maharajá...!
—Esperamos sin temblar y sin palidecer sus maldiciones —dijo Kammamuri—. Deja un poco en paz a aquel pobre dios en el cual ni siquiera tú crees.
—¡Soy un brahmán...! —aulló el prisionero, recogiendo sus últimas fuerzas.
—Continúa la comedia y nosotros continuaremos haciendo caer en abundancia puñetazos siempre más terribles. También tu otro ojo un día u otro terminará entre los picos de algún filósofo.
—¡Antes mátame...!
—¡Ah...! —dijo Kammamuri.
En el subterráneo no habían quedado mas que el rajput y el cazador de ratas, que se habían sentado cerca del colchón, mirando tranquilamente al prisionero que rugía como un joven león.
Kammamuri encendió un cigarrillo de palma, se sentó sobre sus talones, luego, mirando al miserable que parecía haber concentrado en su único ojo toda su extraña fosforescencia, le dijo:
—Finalmente he comprendido cuál es tu punto débil. No quieres perder completamente la vista.
—¡Déjame tranquilo...! Tu trapo me muerde la carne.
—Pero te hará bien. Dentro de poco no saldrá una gota de sangre más por la ventana abierta por el maharajá.
—Incluso si tú le das mi otro ojo de comer a los filósofos, la rani ya sabe qué hacer.
—¡Explícate un poco, vil paria...! Tus palabras son demasiado amenazadoras.
El prisionero, que debía poseer una fuerza de ánimo más que extraordinaria, como por otra parte la tienen todos los indios, se encogió de hombros, y luego dijo con voz agonizante:
—¡Ya se verá... quién vive...!
Kammamuri, el cazador de ratas y el rajput brincaron en pie como tres tigres, aullando:
—¡Te matamos...!
—¡Háganlo...! —agonizó el paria, mirándolos fijo con el ojo que todavía funcionaba y que aún podía ser peligroso.
Los puños ya rodeaban su cabeza, cuando el maratí recordó no querer en absoluto, al menos por el momento, la muerte del miserable.
—Déjenlo estar —dijo—. Ya está bastante roto. Otro puñetazo y Párvati, la diosa de la muerte, se lo llevará. Este hombre es extraordinario. ¿Quién lo ha vomitado? ¿El infierno?
—Brahma —respondió el prisionero.
—Ve a contárselo a Kali y no a nosotros.
—Dame de beber... no puedo hablar más...
—Te daré de beber incluso toda el agua que los ríos de la India revuelven, pero solamente cuando hayas confesado.
—Déjame morir... no puedo más... echa afuera a aquellos siniestros pajarracos que parecen esperar mi cadáver... para hundir sus picos en mis intestinos.
—¿Quieres hablar? ¿Por qué has envenenado a los ministros? ¿Por cuenta de quién has actuado?
—No... sé... nada... agua... agua... bebería el Ganges entero.
—Esperarás mucho tiempo.
El maratí sacó su reloj de plata, grande como una cebolla, contó a duras penas las horas, luego dijo:
—Ya es mediodía: es la hora del almuerzo. Dejémoslo descansar tranquilo y vayamos sobre todo a vaciar un buen número de botellas de óptima cerveza.
—Cerveza...
—Sí, sí, cerveza, y vaciaremos también un barril porque las bodegas del maharajá están siempre abundantemente provistas.
El desgraciado agitó los labios como si quisiese decir algo, luego se abandonó como si un síncope lo hubiese sorprendido.
—¿Morirá? —preguntó el rajput.
—¡Pero qué...! Los gritos horribles de aquellos malditos pajarracos pronto lo harán regresar en sí. ¿Oyes? Ahora mugen como si fueran toros. ¡Ah...! ¡Qué extrañas aves...!
—Están furibundos, sahib —dijo el cazador de ratas—. Dales de beber y se tranquilizarán.
—¿Agua...? Ni para el paria ni para los filósofos —dijo el cruel maratí.
—Terminarán por comerse los unos a los otros para chuparse al menos la sangre.
—Que rompan las cadenas si son capaces. Son las de los molosos, y puedes imaginarte lo sólidas que son.
Abrió la boca mostrando dos hileras de dientes que darían envidia a un joven cocodrilo, luego dijo:
—Siento un vacío dentro de mí. Vayamos a colmarlo.
—¿Y este hombre? —preguntó el rajput, viendo que el paria había reabierto el ojo.
—Dejémoslo charlar con Brahma o discutir con los filósofos —respondió Kammamuri, riendo—. ¡Oh, hablará...! Sí, debe hablar; lo quiero, y si no confiesa, no seré más un maratí. Fuera, a almorzar.
Atravesaron el subterráneo, lanzando puñetazos sobre las cabezas calvas de los pajarracos que intentaban hacerlos pedazos, y subieron donde se encontraban los pequeños catres de campaña.
Dos pajes ya habían traído dos grandes canastos llenos de aves asadas, fiambre, bollos de manteca, bananas y cocos ricos en agua fresca.
—Mandémosle al paria —dijo el cazador de ratas con ironía—. Debe tener hambre, y un coco lo sorbería con gusto.
—Los vaciaremos nosotros —dijo Kammamuri, sentándose alrededor de las cestas—. Déjalo sufrir hasta que se decida a hablar.
—¿Y tú siempre esperas, sahib, que de un momento a otro su lengua hable?
—Lo verás.
—Semejante suplicio yo tampoco lo resistiría —dijo el rajput—. Aquellos condenados filósofos me han perforado los tímpanos de las orejas que los grandes cañones ingleses siempre habían respetado.
—Sin embargo, oyes todavía —dijo Kammamuri, preparándose para asaltar la comida.
Estaba cortando un pato brahmánico descubierto bajo las hogazas, cuando Tremal-Naik apareció seguido por un joven indio de quizá veinte años, robusto como un batelero del Ganges y de ojos inteligentísimos.
—¡Timul, el buscador de pistas...! —exclamó de pronto el maratí.
Miró a Tremal-Naik con un poco de ansiedad, preguntándole:
—¿Hay novedades, amo? ¿La rani?
—Duerme tranquila al lado de Soarez —respondió el viejo cazador de bestias feroces de la jungla negra—. Sin embargo, Yanez está inquieto por este prolongado magnetismo.
—Y yo no menos que él, amo —respondió Kammamuri—. El miserable paria me ha dicho que ya la rani sabe lo que debe hacer, y que no tiene más necesidad de sus ojos.
—¡Ah...! Vil chacal aquel traidor, o mejor dicho aquel envenenador, que trama contra todos nosotros. Comienzo a tener miedo.
—¿Quiere, amo, que le haga comer el otro ojo por algún marabú argala? Se lo absorbería como el huevo de un pájaro.
—No, no todavía. Yanez a esta hora lo habría hecho atar a la boca de un cañón y lo habría hecho saltar bien alto en más de cien pedazos, pero yo no he querido. Aquel paria nos dará la llave de las terribles venganzas que se realizan ciertamente en nombre de Sindhia. Aquel hombre debe haber huído de Calcuta para intentar la reconquista de la corona de Assam, que ha ensangrentado no menos abundantemente que su hermano. Me puedo equivocar, pero bajo nuestros pies hay minas listas para estallar. Nuestra raza, haga lo que haga la Young India, nunca sabrá apreciar los beneficios de la civilización. Aquí no se necesita mas que hambre, cólera y ejecuciones en masa.
—Y es nuestro mal —dijo Kammamuri, haciendo lugar al amo y al buscador de pistas—. ¿Por qué has conducido a Timul? —preguntó después de haber cortado los alimentos.
—Tengo una idea.
—¿Cuál, amo?
—Dirigirme al estanque de los cocodrilos con media compañía de rajputs, y hacer una redada a todos aquellos parias que hemos descubierto en las cloacas.
—Aquellos hombres no sabrán nada, amo —dijo Kammamuri—. Es el brahmán el que está a la cabeza de todos y que sabe todo.
—¡Quién sabe...! De vez en cuando se puede tener un golpe de suerte.
Se habían puesto a comer, servidos por dos jóvenes pajes de bellísimas formas y de facciones finas que indicaban su descendencia de las altas castas, no obstante, haciendo más honores a las botellas de cerveza fresca y a las bananas, que al resto. El clima de la India no es el indicado para los que comen fuerte, que deben renunciar muy pronto a las carnes. En cambio, beben mucho para reponerse de la enorme pérdida de sudor, que es continua.
—Entonces usted dice, amo —retomó Kammamuri, encendiendo uno de sus usuales cigarrillos de palma con tabaco rojo—, ¿que quiere dar una sorpresa a aquellos misteriosos cazadores de cocodrilos?
—Sí, mi querido Kammamuri, y querría tenerte en mi compañía. El rajput y el baniano vigilarán, durante tu ausencia, al prisionero.
—Es que desconfío terriblemente de aquel hombre y no querría dejarlo ni siquiera por cinco minutos.
—¡Si está medio muerto...! Vamos, el elefante favorito de Yanez, el bravo Sahur, nos espera en la puerta del palacio. Los rajputs ya han partido y los encontraremos sobre las orillas de las aguas muertas.
—Como quiera, amo.
—Por otra parte, regresaremos muy pronto.
—¿Antes de la noche?
—Eso espero.
—Vamos, amo. Efectivamente también tengo curiosidad por sorprender a aquellos misteriosos individuos, convertidos en cazadores de cocodrilos quizá para no ser molestados, ya que se lo merecen.
—Veremos si lo son realmente —dijo Tremal-Naik.
Se habían alzado, después de haber vaciado una última copa de cerveza.
—No pierdan de vista un solo momento al prisionero —dijo Kammamuri al cazador de ratas y al rajput.
—Cuenta con nosotros, sahib —respondieron los dos valerosos.
—Sobre todo no le den de beber ni de comer. Sus puños luego, por ahora, déjenlos descansar.
Tomó sus pistolas y siguió a Tremal-Naik a través de los inmensos salones del palacio real. Timul, el buscador de pistas, los acompañaba.
Delante del gran portón, sostenido por doce colosales columnas de piedra verde, Sahur, el bravo elefante, comenzaba a dar signos de impaciencia, lanzando, de vez en cuando, un formidable barrito que repercutía como un trueno dentro de las espaciosas salas del palacio.
El cornac había arrojado la escala de cuerda, luego había retomado su lugar entre las orejas del paquidermo. Los tres hombres subieron a la caja, reparada por una graciosa cúpula dorada, erizada de grandes hojas de bananos, para atenuar el calor que en aquel momento se inflamaba intensamente, acercándose el mediodía.
—¿Cuándo han partido los rajputs? —preguntó Tremal-Naik al cornac.
—Hace alrededor de una hora.
—Está bien, llegaremos en buen punto. Lanza a Sahur.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Parece que Yanez se enojó...

Equimosis: Mancha lívida, negruzca o amarillenta de la piel o de los órganos internos, que resulta de la sufusión de la sangre a consecuencia de un golpe, de una fuerte ligadura o de otras causas.

Palo de rosa: “Legno di rosa” en el original, es la madera de un árbol americano de la familia de las borragináceas, que es muy compacta, olorosa, roja con vetas negras, y muy estimada en ebanistería, sobre todo para muebles pequeños.

Tafia: Aguardiente de caña.

Ganges: “Gange” en el original, es un importante río que recorre el oeste de India de norte a sur. Nace en el Himalaya y desemboca formando el mayor delta del mundo, en el golfo de Bengala. Considerado sagrado, a sus aguas suelen arrojarse los cuerpos enteros de personas, lo que genera gran contaminación.

Pato brahmánico: “Anitra bramina” en el original, es el nombre con el cual se conoce al “tarro canelo” (Tadorna ferruginea) en la India.

Batelero: “Battelliere” en el original, persona que gobierna el batel (bote).

Young India: Movimiento político reformista de la India. Entre 1919 y 1932 (varios años después de la publicación de la novela), Mahatma Gandhi publicó en India un diario semanal en inglés llamado, justamente, “Young India”. En “Los piratas de la Malasia” era el nombre del buque que transportaba a Kammamuri que encalla en Mompracem.

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