miércoles, 10 de febrero de 2021

IX. El incendio del palacio real


El elefante, habiendo oído el silbido bien conocido de su conductor, trompeteó alegremente, luego se arrojó a medio trote a través de las amplias calles de la capital.
Siendo mediodía, muy pocas personas se encontraban todavía en las puertas de sus casas, luego casi ninguna en el medio, para no agarrarse un golpe de sol, de modo que Sahur podía correr cuanto quisiera y aumentar siempre, sin correr peligro de atropellar bajo sus enormes patas a algún desgraciado.
Tremal-Naik, Kammamuri y el joven buscador de pistas, se habían acomodado bien dentro del howdah, encendiendo sus cigarrillos y dándose aire con grandes abanicos de hojas de mangiferas artísticamente entrelazadas. Sahur aumentaba siempre, atravesando plazas inmensas y calles infinitamente largas, recorridas por un sol implacable. No temía al calor el bravo elefante, también porque su conductor le había untado bien la enorme cabeza con grasa apenas disuelta.
Con un último impulso atravesó el puente levadizo del bastión de occidente y se arrojó a campo abierto, no cuidándose de pasar a través de los espléndidos campos de jowar, que producen una especie de cebada bastante apreciada por los indios.
Siendo el elefante del maharajá, tenía derecho a pasar por todas partes, y lo aprovechaba para encontrar buenos pasajes, con gran desesperación de los campesinos que lo miraban de lejos, no obstante, sin osar protestar.
Cantaban las grandes cigarras, cantaban los grillos, y los perros salvajes aullaban a lo lejos, a la caza quizá de algún desgraciado nilgó, un bellísimo antílope que muy a menudo se deja sorprender por aquellos temibles cazadores entre los altísimos kalam, donde siempre cree estar seguro.
Entre las ramas de las gigantescas plantas, ricas en follaje casi monstruoso, bandadas de papagayos de miles de colores gritaban a todo pulmón, ahogando los leves y dulcísimos gritos de las blancas tórtolas y los chillidos rabiosos de los bulbul, los ruiseñores luchadores, graciosas aves que tienen las plumas vagamente moteadas y la cola rojiza, y sobre la cabeza un pequeño penacho de plumas móviles que les da un aire provocador.
Son los más valientes pájaros, aún cuando son apenas grandes como un puño, y por la bella ruiseñor que los mira, se matan ferozmente a picotazos. Tanto peor para el vencido, pero a menudo el vencedor tampoco va a la boda y cae desangrado en el aire, dejándola viuda de una vez.
La campiña se volvía rápidamente desierta, porque alrededor de la capital no se extendían mas que vastas cuencas, alimentadas por un canal desviado del Brahmaputra y llenas de formidables cocodrilos de hocico corto y mandíbula triangular que los clasifican entre los aligátores, y que son avidísimos de carne humana y canina. No obstante, algún grupito de cabañas, que tenían los techos cubiertos de pavos reales girando alrededor de las hembras, aparecía todavía, luego comenzaba el pantano cultivado en parte con arrozales.
Sahur, oprimido por el calor intenso, había aminorado la carrera furiosa del principio, no obstante, todavía mantenía un galope sostenido que hacía sentir a los tres hombres una sensación de zarandeo, como dentro de una canoa mecida por las olas, con cabeceo y balanceo en toda regla.
Se había lanzado sobre un ancho terraplén de tierra bien batida, flanqueado por canales llenos de jhil, una especie de loto que crece en aguas poco profundas y que produce grandes nabos muy buscados por los indios que los recogen con un rastrillo de hierro. Cuervos, marabúes argala, milanos, busardos y grandes bandadas de cigüeñas daban volteretas sobre aquellos vegetales siempre en búsqueda de algún cadáver. De pronto el cornac detuvo, con un grito estridente, a Sahur.
—¿Qué hay para detenernos aquí? —preguntó Tremal-Naik.
—Veo a los rajputs, sahib.
—¡Qué piernas tienen aquellos hombres! Si son famosos jinetes son también famosos infantes. ¿Dónde están?
—Míralos, sahib: pasean por las orillas de las aguas muertas.
El indio, Kammamuri y Timul se habían alzado rápidamente. Delante de ellos se extendía un pantano fangoso, bastante hediondo, lleno de plantas acuáticas y muy vasto. Nubes infinitas de pájaros daban volteretas por encima, mandando largos silbidos. Eran ocas, más grandes que las nuestras y con el cuello bastante más largo, y patos brahmánicos de carnes exquisitas.
—Sahib —dijo el cornac—. El terraplén ha terminado y debería descender. No oso lanzar a Sahur a través del pantano que puede esconder arenas movedizas y tragarlo junto con nosotros.
—¿Ves hombres ocupados en pescar, Kammamuri? —preguntó Tremal-Naik al maratí.
—Sí, amo, treinta o cuarenta personas hurgan audazmente las plantas de jhil, no sé si para buscar los tubérculos o para caer encima de los cocodrilos.
—¿No hay mas que un solo terraplén que conduce sobre tierra firme?
—Sí, amo, aquel que termina aquí.
—Timul, arroja la escala.
El buscador de pistas fue pronto a obedecer, y todos, menos el cornac, descendieron a las orillas de las aguas muertas.
Habían tomado sus grandes carabinas y sus pistolas de doble cañón, y también alguna botella de cerveza, no pudiendo confiar en beber en los estanques envenenados por los cadáveres que los indios abandonan, con la vaga esperanza de que vayan a terminar al sagrado Ganges y de ahí directamente al nirvana, el paraíso indio.
Cincuenta rajputs, todos bien barbudos y de formas atléticas, armados de lanza, aunque no estaban a caballo, y de muchas armas de fuego, poco a poco habían rodeado el estanque, cortando completamente la retirada a los misteriosos individuos que habitaban las cloacas y que cazaban cocodrilos.
—Están atrapados en la red —dijo Kammamuri a Tremal-Naik—. O duermen de pie en las aguas fangosas, con los caimanes en las costillas, o se rinden.
—Como ves, he tenido razón para hacer esta batida.
—Sí, amo, pero yo siempre pienso en el prisionero. Él es mi pesadilla, se lo aseguro. Diría que ha conseguido magnetizarme también a mí.
—¡Un maratí...!
—Tengo miedo de aquellos ojos.
—No tiene mas que uno.
—Y quizá aquel sea ahora más terrible.
—Que yo, Kammamuri, esté tranquilo, no te lo puedo decir. Me parece que caminamos sobre un polvorín listo para explotar.
—No sé, amo, pero desde hace algún tiempo me parece que los habitantes de la capital no son más respetuosos como antes hacia el maharajá y la pequeña rani.
—También lo he observado —respondió Tremal-Naik, cuya frente se había arrugado—. Aquí abajo está la mano de Sindhia. ¿Qué quieres? Los indios preferimos un príncipe tirano a un príncipe bueno y leal. Sentimos la fuerza de los rajás.
Se habían adentrado en el último trecho del dique, y habían alcanzado a los rajputs que, verdaderas salamandras, desafiaban intrépidamente la lluvia de fuego, fumando algún cigarrillo, sin importarle los miasmas que subían de las aguas muertas y que debían estar cargados de fiebres y quizá también de cólera. Tremal-Naik abordó al comandante de la media compañía y le dijo:
—Habrá doble paga para ti y también para tus hombres siempre y cuando no me dejes escapar a los cazadores de cocodrilos.
—Ninguno pasará entre nuestras filas, sahib —respondió el rajput—. Ya hemos ocupado todos los pasos, y si quieren volver a la ciudad los atraparemos.
—¿No crees que se defenderán?
—No tienen mas que arpones, sahib, las armas mejor adaptadas para cazar a aquellos feos reptiles.
—¿Ya han atrapado?
—Me parece que aquellas personas vienen aquí para tomar algún baño y matar muy pocos cocodrilos —respondió el rajput—. Pero son personas bastante sospechosas, se lo digo francamente, sahib.
—Son los mismos individuos que hemos descubierto en las cloacas de la ciudad —dijo Tremal-Naik.
—¿Qué debemos hacer, sahib? ¿Abrir fuego sobre aquella gente?
—Corres demasiado, mi querido, no estamos en guerra. Antes invitémoslos a presentarse ante nosotros. Si se niegan, tomaremos alguna otra medida.
—Si quiere, mando a algunos hombres dentro de las plantas acuáticas.
—Debe haber aquí demasiados cocodrilos listos para arrancar alguna pierna. Verás que aquellos parias, porque deben ser tales, decidirán alcanzar la orilla. Haz callar a tus hombres.
Luego hizo con ambas manos una especie de portavoz, y con toda la voz que tenía en los pulmones gritó a los cazadores o pescadores, lo que fueran, porque más allá de los arpones también tenían pequeñas redes:
—Vayan a tierra de inmediato: orden de la rani y del maharajá.
Los parias, que hasta entonces habían fingido no percatarse de la presencia de los rajputs, continuando hurgando entre las altísimas plantas acuáticas, oyendo aquel comando arrojaron a los hombros arpones y redes y se congregaron alrededor de un viejo, delgado como un esqueleto, vestido con un simple trapo todo agujereado y desgarrado.
—Respondan o doy la orden a mis hombres de abrir fuego.
A aquella amenaza el viejo se separó rápidamente de los compañeros, subió a una lengua de tierra que conducía a la orilla, y habiendo llegado a buen alcance de voz para sus pulmones gastados, dijo:
—¿Qué quieres tú de nosotros, sahib?
—Arrestarlos a todos —respondió Tremal-Naik, con voz resuelta.
—Somos pobres pescadores que jamás hemos hecho mal a nadie —respondió el viejo.
—Son los mismos hombres que hemos perseguido a través de las cloacas. ¿Osarías negarlo?
El viejo había quedado en silencio mirando a sus pescadores que, espantados por la amenaza de tener que sufrir descargas, poco a poco se acercaban también a la lengua de tierra.
—Pues bien, espero tu respuesta —gritó Tremal-Naik, haciendo con la carabina un gesto amenazador.
—No te has engañado, sahib —respondió finalmente el viejo—. Nosotros no sabíamos más donde ir a dormir, y a la noche, por temor a los tigres, nos refugiábamos en las cloacas llevando los productos de nuestra caza y de nuestra pesca.
—Acércate con tus hombres antes de que ordene el fuego, porque el maharajá está decidido a saber quiénes son ustedes y de dónde vienen.
—Obedecemos, sahib.
Los parias se encolumnaron trayendo consigo un enorme cocodrilo, de siete metros de largo, que había sido asesinado a arponazos.
El viejo fue el primero en alcanzar la orilla, y lo primero que hizo fue ofrecer a Tremal-Naik su red que estaba llena de pescados de una especie bastante particular, con la piel negra y viscosa, la cabeza cuadrada casi como la de un sapo, con dos largas membranas que corrían por las dos partes del cuerpo.
Aquellos peces extraños que se asemejan bastante en aspecto a los ajolotes que pueblan los lagos mexicanos, son bastante numerosos en las aguas estancadas de la India, y son también bastante buscados, siendo su carne gustosa y delicadísima.
—Guárdalo para ti, viejo —dijo Tremal-Naik—. No quiero despojarte de los resultados de tus esfuerzos.
—Eres demasiado honesto, sahib. Otro en tu lugar nos habría tomado también el cocodrilo y todas las cebollas de jhil que nos sirven de pan, no teniendo medios para comprarlo.
—También tus hombres conservan los productos de la caza y de la pesca, no obstante, deben venir con nosotros, entre los rajputs, al palacio de la rani.
—¿Todos arrestados?
—Por ahora sí.
El viejo hizo un gesto de terror y miró fijamente a Tremal-Naik.
—¿No nos conducirás a la muerte? —preguntó luego.
—El maharajá todavía no ha matado a ninguno de ustedes.
—¿Y el brahmán? No lo hemos visto regresar más entre nosotros, por consiguiente, tenemos buenas razones para creer en su muerte.
—Te engañas, viejo: aquel hombre todavía está vivo.
—¿Y no ha hablado?
Las palabras ya se le habían escapado de la boca, y todos las habían oído con claridad.
Tremal-Naik le posó una mano sobre el hombro y, sacudiéndolo rudamente, le preguntó:
—¿Por qué debió haber hablado?
—No sé —respondió el paria, mordiéndose los labios—. Creí que tenía algo para decir al maharajá, y se ve que me he equivocado.
—No, mi querido —dijo Kammamuri, cayéndole encima—. Te has traicionado, y nosotros esta vez conseguiremos saber algo sobre aquel famoso brahmán que se divierte envenenando a los ministros del maharajá.
—¿Qué quiere decir, sahib? —preguntó el viejo, con voz alterada.
—Haré que los rajputs descubran un cocodrilo, lo haré empujar con las lanzas o con vuestros arpones hasta aquí, y veremos cómo aquellos reptiles gustan de la carne de los parias.
—¿Quieres hacerme devorar vivo? Yo soy un pobre viejo que no tiene mas que piel estirada sobre los huesos.
—Los cocodrilos se contentan incluso con menos cuando tienen hambre, y el hambre la padecen todos los días del año.
Luego, volviéndose hacia Tremal-Naik continuó:
—Amo, hazme conducir aquí a una de aquellas bestias, pero que esté vivo y sea bien grande.
—Mandaré a estos parias a buscártelo. Tienen más práctica que los rajputs en estos asuntos.
—¿Irán?
Tremal-Naik hizo formar a la media compañía delante de los pescadores y dijo en voz alta:
—Si dentro de diez minutos estos miserables no nos traen un caimán vivo, les doy la libertad de fusilarlos como personas peligrosas.
El viejo hizo un gesto.
—Es inútil —dijo—. Ya no se encuentran más aquí en estas aguas estancadas. Los hemos destruido a todos y el último, que era el más grande y el más peligroso, lo hemos tomado esta mañana a tiempo, cuando todavía estaba durmiendo. Por otra parte, si usted quiere saber algo de mí, estoy listo para hablar, porque ya me importa muy poco mi delgado esqueleto.
—Entonces ven con nosotros a nuestro elefante y ordena a tus hombres no intentar ninguna fuga. Tú sabes que los rajputs son buenos tiradores.
—Tú, no obstante, sahib, ¿me prometes no hacerlos masacrar en algún patio del palacio de la rani?
—Tienes mi palabra.
Se metió entre sus hombres, que ya habían sido rodeados estrechamente por los barbudos guerreros, les dijo algunas palabras, luego alcanzó a Tremal-Naik, Kammamuri y al buscador de pistas, que estaban impacientes por volver a montar a Sahur y regresar a la capital. Se diría que presentían algún gran desastre.
El cornac ya había dado de comer abundantemente a la enorme bestia, arrojándole delante fajos y fajos de ramas de bar y pipal mezcladas con ciertas hierbas palustres, grandes como una hoja de sable, llamadas por los botánicos, typha elephantina.
—¿Estamos listos? —preguntó Tremal-Naik.
—Mi bestia no pide mas que trotar, sahib —respondió el cornac, arrojando la escala.
Kammamuri hizo pasar primero al viejo paria, después de haberlo desarmado de un viejo pistolón cubierto de herrumbre que difícilmente habría podido disparar un tiro en cincuenta, y se lo puso al lado teniéndolo por una mano.
Tremal-Naik y Timul se habían sentado frente al prisionero.
A lo lejos, los rajputs comenzaban a moverse, con paso gimnástico, estrechándose bien encima de los pescadores; no obstante, dada la distancia, no debían regresar a la capital mas que con la noche bastante avanzada. Sahur aspiró abundantemente el aire que comenzaba a volverse fresco, metiendo lo más que podía en sus gigantescos pulmones, lanzó su usual barrito y partió a trote medio, rehaciendo exactamente el camino recorrido.
—Ahora que estamos solos, amigo —dijo Tremal-Naik al viejo, ofreciéndole una copa de cerveza para que la lengua se le desatase mejor, habiendo traído consigo botellas en abundancia—, espero que me digas algo sobre aquel misterioso brahmán. ¿Quién es? ¿De dónde viene? ¿Por qué se ha puesto a la cabeza? ¿Qué órdenes te ha dado? ¿Preparar otros venenos para los ministros de la rani?
—Te has engañado, sahib —dijo el viejo—. Aquel hombre es un paria como yo.
—¡Finalmente...! —exclamaron a una voz Tremal-Naik y Kammamuri.
—Nosotros veníamos de Bengala y no somos mas que vendedores.
—Explícate mejor —dijo Tremal-Naik sobresaltándose.
—Un hombre ha pagado, sin escatimar, al pretendido brahmán para que nos guiase a la capital de Assam.
—No querrás decirme ya que los manda a exterminar a las ratas de las cloacas y a los cocodrilos de las aguas muertas.
Sobre la frente arrugada del viejo pasó como una nube, luego dijo:
—Cuídate de aquel hombre: es el más poderoso magnetizador que he conocido. Sus ojos poseen un poder increíble, es más, terrible.
—¿Quién lo ha mandado aquí?
—Solo él lo sabe, porque el hombre que nos ha enrolado no lo hemos visto.
—¿No sería Sindhia, el ex rajá de Assam, que se encontraba encerrado en un manicomio de Calcuta a expensas de la rani?
—He oído una noche este nombre escapar de los labios del brahmán, o mejor dicho, de nuestro jefe. Había bebido mucho vino de palma y parloteaba como un chachauni.
—¿Y decía?
—Que la rani y el maharajá, dentro de no mucho, perderían la corona.
—¡Si no son más que cuarenta, mientras que la rani puede arrojarles en contra cinco mil rajputs!
—¿Y tú sabes, sahib, cuántos hay detrás de nosotros que avanzan en pequeños grupos hacia estos países, manteniéndose siempre escondidos en las florestas y viviendo quizá solamente de cebada cruda y bananos? Yo no lo sé, pero temo que la rani pasará un mal momento.
—¡Si tiene una población fiel...!
Una risita misteriosa apareció en los labios del viejo.
—¿Quién puede asegurarlo? —dijo luego.
—¡Por Júpiter, como dice Yanez...! —gritó Tremal-Naik—. ¿Es una insurrección lo que Sindhia prepara a nuestras espaldas?
—No lo sé, porque jamás he hablado con el ex rajá.
—Este es un día bien ganado, amo —dijo Kammamuri.
—También lo creo. Si esperábamos a que hablase el brahmán, habríamos perdido toda nuestra paciencia sin haber obtenido nada.
—Despacio, amo; siempre cuento con aquel hombre, y le digo que de él sabremos mucho más.
—Antes se dejará morir de hambre, sed y sueño —dijo Tremal-Naik.
—Esta gente, siempre lidiando con la miseria y por todos despreciados, no se ocupan en absoluto por prolongar su existencia, porque esperan que después de muertos una nueva y mejor transformación suceda en sus cuerpos.
—Yo le digo que cederá.
—Veremos, pero si quieres, apuesto dos brillantes mohúres (monedas de oro que valen cuarenta liras cada una, o sea dieciséis rupias).
—¿A que no hablará?
—A que no sabremos nada de él.
—Acepto, amo, y perderá.
—Nada mal —dijo Tremal-Naik, sonriendo—. Perdería incluso con gusto quinientos, con tal de saber qué tipo de volcán está por abrirse bajo nuestros pies.
El sol se había puesto en medio de una gran nube llameante, y la oscuridad descendía, con rapidez fulmínea, como un vuelo de cuervos. No obstante, la luna comenzaba a asomarse entre las altísimas plantas, preparándose para iluminar la campiña, con gran diversión para los grillos, los grandes batracios y los zorros voladores. Un fresco aire comenzaba a soplar de las altas montañas del septentrión, dispersando rápidamente el intenso calor acumulado por el astro diurno.
Sahur se apresuraba lanzando, de vez en cuando, un largo barrito y balanceando la gigantesca cabeza. Aspiraba el aire con un fragor de trueno y lo proyectaba hacia su conductor para refrescarlo.
Los rajputs con sus prisioneros ya hacía tiempo que habían desaparecido. Por mucho que corriesen no podían por cierto luchar con la marcha de un elefante.
Ya la capital, iluminada por los primeros rayos del astro nocturno, comenzaba a aparecer, cuando sobre uno de los bastiones atronó imprevistamente un tiro de cañón. Tremal-Naik y Kammamuri se habían levantado de repente, mirándose uno al otro con viva inquietud.
—¿Habrá estallado la revolución? —se preguntó el primero.
—¿Tan pronto, amo? No creo que los reclutados por Sindhia ya hayan llegado. Tenemos una policía pésima, sin embargo no habría dejado de percatarse del arribo de tanta gente venida no se sabe de dónde, y probablemente no armada mas que con arpones y redes.
—¡Uf...! ¡Un segundo disparo...!
—No obstante, no oigo ningún fragor de mosquetería ni de...
Se había interrumpido bruscamente, luego había mandado un gran grito.
—Se quema algún gran palacio o alguna pagoda en la ciudad. Se da la alarma para pedir ayuda.
—¿Dónde? —preguntó Tremal-Naik, golpeado por un siniestro presentimiento.
—No lejos del palacio de la rani, me parece. ¡Mire, amo, mire...!
Justo hacia el centro de la capital, donde surgían los grandiosos palacios de los dignatarios y las magníficas pagodas, una inmensa nube de humo se había alzado, oscureciendo la luz, y era atravesada por inmensos haces de chispas que el viento nocturno llevaba a través del cielo como si fuesen estrellas.
—¡Cornac...! —gritó Tremal-Naik—. ¡Lanza a gran carrera a Sahur...! Un desastre ha golpeado la ciudad, y nosotros queremos tomar parte al menos en el salvataje de las víctimas.
—Lo he visto, sahib —dijo el conductor, con voz un poco conmovida—. Y sé también qué se quema. Mis ojos no deben engañarse.
—¿Qué cosa? Responde enseguida.
—El palacio del maharajá.
—¿No te equivocas?
—No, sahib, el cornac no se equivoca —dijo Timul, el joven buscador de pistas, que también se había alzado mirando con extrema atención.
—¡Otra traición...! —gritó Tremal-Naik, palideciendo—. ¡Apresúrate...! ¡Apresúrate...!
—¡Que Shivá no quiera que se queme también el prisionero! —dijo Kammamuri—. Me arrojaré dentro del horno, y vivo o moribundo lo traeré conmigo. ¡Vamos, cornac...! ¡Vamos...!
Sahur, percutido repetidamente y bastante brutalmente por el arpón de acero, se había lanzado a carrera desenfrenada, zarandeando horriblemente a los hombres que ocupaban la caja. Corría más que un caballo empujado a gran galope, alargando sus enormes patas para conquistar más terreno y respirando fragorosamente.
Ya no distaban más que unos kilómetros del bastión meridional, donde se encontraba el gran puente levadizo.
Tremal-Naik, Kammamuri y también Timul, presa de una verdadera angustia, tenían los ojos fijos en la gran nube humeante que ya comenzaba a teñirse de rojo. La brisa nocturna, bastante fuerte, la ampliaba, luego la encerraba bruscamente como si hubiese sido una inmensa vela, salpicando a lo alto con continuos chorros de chispas. Ya una luz siniestra iluminaba el cielo, disipando la oscuridad. La luna, ante aquel claror intenso parecía haberse escondido como si hubiese tenido miedo de quemarse los famosos ojos, la no menos famosa nariz y la vasta boca.
En pocos minutos Sahur, que aumentaba siempre la carrera, obediente a las presiones de su conductor, llegó al puente levadizo que atravesó con un gran esprint, con riesgo de atropellar a los rajputs que estaban en guardia del bastión.
Del centro de la ciudad se alzaba un griterío ensordecedor, confundido con el redoble de tambores y campanas. La gente pasaba a gran carrera al lado del elefante, agitando desesperadamente los brazos, e invocando con gran voz a las dos supremas divinidades de la India.
—¿Qué se quema? —preguntaron Tremal-Naik y Kammamuri.
—El palacio de la rani —respondieron aquellos hombres quedando enseguida atrás.
Una horrible imprecación escapó de Tremal-Naik.
—Sí, una nueva traición ha sido cumplida durante nuestra ausencia. No debería, en estos momentos, haber abandonado a Yanez.
—Y quizá también en esto entra la mano del brahmán —dijo Kammamuri con los dientes estrechados.
—¡Si está allí abajo, atado en el subterráneo!
—Lo sé, amo, es lo que quiero decir.
Mientras tanto, el incendio parecía asumir proporciones espantosas. No era más humo lo que subía a lo alto, eran terribles lenguas de fuego de muchos metros de longitud, que se contorsionaban con las salvajes contracciones de las cobras de anteojos en furor.
No obstante, Sahur se apresuraba siempre, obligando a la gente que se volcaba a las calles a apretarse contra los muros de las casas y a refugiarse dentro de los portones.
—¡Largo...! —no cesaba de gritar el cornac—. ¡Servicio de la rani...!
Y todos obedecían prontamente, dejando el paso libre al gigantesco paquidermo lanzado a un galope impresionante.
Ya había llegado al centro de la ciudad y amenazaba con hacer una verdadera masacre de gente, porque todas las vastas avenidas que conducían al palacio real estaban atestadas de rajputs, guardias de policía y ciudadanos que acudían todos al salvataje.
El palacio de la rani ardía, pero estando construido casi enteramente de piedra, las llamas no encontraban alimento mas que en los muebles que devoraban con rapidez espantosa. Y sin embargo, de todas las ventanas salían chorros de humo y chispas y resplandores siempre más intensos. Las buhardillas, que eran de madera y contenían las provisiones de la corte, también debían haber tomado fuego amenazando los techos. De vez en cuando se oían estruendos causados ciertamente por los toneles llenos de licores que el fuego hacía estallar como si fuesen bombas.
Sahur se había detenido delante del palacio llameante, alrededor del cual ya trabajaban febrilmente, aunque con escaso éxito, dada la imperfección de las bombas viejas de veinte años, bomberos, soldados de la guardia del maharajá y pobladores.
—¡Largo...! —gritó una última vez el cornac, con voz poderosa—. Servicio de la rani.
Así había podido abrirse paso entre la muchedumbre que ya comenzaba a retroceder ante los torrentes siempre más grandes de chispas que mordían la carne viva.
¿Dónde estaba Yanez? ¿Dónde estaban la rani y el pequeño Soarez? En aquella enorme confusión y entre toda aquella gente que ondeaba, por el momento era imposible saberlo.
Kammamuri, sin siquiera ocuparse de su amo, arrojó la escala de cuerda, la descendió precipitadamente, hendió impetuosamente a la muchedumbre aullando como un condenado, y se lanzó dentro del vasto portón del que salían, como empujados por un terrible viento de huracán, nubes de humo y chispas.
—¡El prisionero...! ¡Mi prisionero...! —gritaba.
Comenzaban a caer los techos con inmenso fragor, amenazando con llevar a la ruina a los pisos inferiores, pero Kammamuri estaba decidido a todo. Por otra parte, estaba seguro que en el subterráneo el fuego aún no había llegado. El humo sí, quizá.
Se había lanzado a gran carrera, tapándose la boca con un pañuelo de seda para no respirar aquel aire pestilente, y estaba por descender la escalera cuando chocó impetuosamente contra dos hombres. Uno era el cazador de ratas, el otro el hercúleo rajput que sobre los robustos hombros llevaba al paria ya medio asfixiado por el humo que había llegado hasta los subterráneos.
—¡Llega a tiempo, sahib...! —gritó el baniano—. Si tardaba un cuarto de hora, moríamos todos junto con los filósofos.
—¿Todavía está vivo el prisionero? —preguntó ansiosamente el maratí.
—Él sí, pero tus condenados pajarracos, sahib, están todos muertos.
—¡Encontraremos millares...! ¡Fuera, antes de que el palacio nos caiga sobre la cabeza...!
Las llamas ya se habían apoderado del inmenso edificio, y no golpeadas mas que por pocos débiles chorros de agua, comenzaban incluso a calcinar los mármoles. Ya se oían, en lo alto, las paredes precipitarse sobre los pavimentos con un estruendo infernal.
Kammamuri, el cazador de ratas y el rajput, que siempre llevaba al prisionero, teniéndolo bien estrechado por las muñecas, atravesaron a carrera desesperada un gran nubarrón de chispas y se arrojaron hacia abajo por la escalinata, delante de la cual Sahur barritaba espantosamente, intentando escapar, a pesar de las dulces palabras de su conductor.
—Lleva al paria a la caja, al lado de aquel viejo que Timul vigila, y que es otro paria —dijo Kammamuri al rajput.
—Es un asunto fácil —respondió el hércules, agarrándose a la escala, mientras el baniano lo empujaba.
—No lo dejes escapar.
—Antes lo mato con un pistoletazo.
—Con un muerto ya no sabría qué hacer. Retírate hasta la gran plaza del Mogol y espérame ahí. Debo buscar a mi amo y al maharajá con la pequeña rani y su hijo.
No tenía necesidad de gritar que le abrieran el paso, porque el maratí era conocido por todos y, es más, gozaba de una gran popularidad entre los habitantes.
Viendo a un gran grupo de rajputs que se afanaban por hacer funcionar las desquiciadas bombas, se dirigió a su vez y se encontró con Tremal-Naik que iba en busca del elefante.
—¿El señor Yanez, amo? —preguntó con voz sofocada el maratí.
—¡Está a salvo! —respondió Tremal-Naik.
—¿Y su hijo?
—A salvo junto con su nodriza, pero la rani ha desaparecido misteriosamente.
—¿Quiere asustarme, amo?
—No sería este el momento.
—¿Ha sido devorada por el fuego?
—No, no, porque ha sido la primera en dejar el palacio. Muchas personas la han visto.
—¿Y a dónde ha ido? ¿La han raptado?
—Vamos a encontrar a Yanez. Ya es inutil intentar salvar el palacio. Dentro de un par de horas todo colapsará.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

La oración que nombra a varias aves, “Cuervos, marabúes argala, milanos, busardos y grandes bandadas de cigüeñas...” en el original es: “Marabù, corvi, arghilah, nibbi, bozzagri e grosse bande di cicogne...”. Se ve que inicia con marabúes y posteriormente incluye a los marabúes argala, como si se trataran de dos especies diferentes, por lo que lo ajusté.

Cuando Salgari nombra a los zorros voladores, en el original utiliza “cane volanti”, o sea, “perros voladores”, sin embargo no existen tales animales.

Cuando salen de la ciudad, lo hacen por el bastión de occidente y cuando regresan, por el meridional. ¿Se tratará de un error de Salgari?

Howdah: “Haudah” en el original, es un compartimiento posicionado sobre el lomo de un elefante, u ocasionalmente sobre algún otro animal. Usado a menudo en la Antigüedad como símbolo de prestigio, como protección para la práctica de la caza mayor, o como puesto de comando.

Jowar: “Jorwar” en el original, es el nombre común utilizado en India para el sorgo (Sorghum bicolor), una hierba de la familia de las gramíneas, cuyos frutos se utilizan para hacer harina y forraje.

Nilgó: También llamado toro azul, es el Boselaphus tragocamelus. Es un antílope de gran tamaño y cuerna pequeña común en los bosques de la India. El nombre “nilgó” quiere decir en hindi, “toro azul”.

Bulbul: Ruiseñor. Debe tratarse del bulbul orfeo (Pycnonotus jocosus), que habita en la India.

Brahmaputra: Es uno de los ríos más largos de Asia con 2.896 km. Desagua en el golfo de Bengala, formando parte del delta del Ganges. En sánscrito el nombre significa “hijo de Brahma”.

Aligátores: “Alligatori” en el original, es caimán, especie de cocodrilo.

Jhil: “Jihl” en el original, es una palabra en hindi que significa estanque. No existe una planta con ese nombre, seguramente se trate de un error o invento de Salgari. Tal vez se refiera a la Trapa natans o castaña de agua.

Loto: Nombre vulgar de las nelumbonáceas, hierbas acuáticas perennes.

Milanos: “Nibbi” en el original, es un ave diurna del orden de las rapaces, que tiene unos 70 cm desde el pico hasta la extremidad de la cola y 1,5 m de envergadura, plumaje del cuerpo rojizo, gris claro en la cabeza, leonado en la cola y casi negro en las penas de las alas, pico y tarsos cortos, y cola y alas muy largas, por lo cual tiene el vuelo facilísimo y sostenido. Se alimenta con preferencia de roedores pequeños, insectos y carroñas.

Busardos: “Bozzagri” en el original, nombre común con el cual se denomina al buteo, género de aves accipitriforme, de tamaño mediano, con un cuerpo robusto y fuertes alas. En hispanoamérica se los conoce como gavilanes.

Ajolotes: “Ascolott” en el original, son anfibios urodelos endémicos de México, de unos 30 cm de longitud, con tres pares de branquias externas muy largas, cuatro extremidades y cola comprimida lateralmente, que pueden conservar durante mucho tiempo la forma larvaria y adquirir la aptitud para reproducirse antes de tomar la forma típica del adulto.

Bar: Significa baniano en hindi.

Pipal: Uno de los nombres con que se conoce al “Ficus religiosa”. Otros nombres dados son: “higuera de las pagodas”, “higuera sagrada”, “árbol bo”, etc.

Typha elephantina: “Typha elephanrina” en el original, es una especie de planta herbácea acuática emergente robusta, perenne, rizomatosa, con hojas muy erectas, dísticas y bifaciales. Se utiliza para tejidos y como alimento.

Chachauni: No encontré traducción ni referencia para este término.

Mohúres: “Mohr” en el original, era una moneda de oro de la antigua India inglesa, que equivalía a quince rupias de plata.

Lira: Moneda oficial de Italia entre 1861 y 2002, cuando fue reemplazada por el Euro.

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