viernes, 26 de febrero de 2021

X. En búsqueda de la rani


Por desgracia, el incendio ya se había apoderado completamente del imponente y magnífico palacio de los rajás de Assam y, pésimamente combatido por aquella decena de bombas desquiciadas (que a cada momento dejaban de funcionar, estando las mangueras todas acribilladas quizá por los dientes de las ratas, la plaga de la India), devoraba con mayor furor, alimentado por el viento nocturno que descendía de las no lejanas montañas. Si las poderosas murallas de piedra y los dos pisos inferiores resistían, los techos y las galerías de madera de palisandro, y los pisos superiores de palo de rosa, se quemaban alegremente, lanzando hacia el cielo llamas espantosas.
Ya los rajputs, la policía y la muchedumbre, desanimados por la inutilidad de sus esfuerzos y espantados por los continuos remolinos de chispas que salían de las ventanas y que se derramaba en las calles mordiendo las carnes desnudas de los indios, habían renunciado a la lucha. Solamente hacia un ángulo del palacio, donde se encontraban los apartamentos de la rani, las bombas funcionaban bien o mal, y los rajputs desplegados en grandes cadenas no cesaban de pasarse grandes baldes de agua que luego eran vaciados dentro del gigantesco horno.
Tremal-Naik y Kammamuri encontraron al portugués entre las bombas, con el eterno cigarrillo en los labios. Ni siquiera la destrucción de su palacio lo había contenido de mezclar algunas bocanadas de humo perfumado con aquel negro y repugnante que las ventanas vomitaban sin pausa. No obstante, parecía extremadamente nervioso. Iba, venía, regresaba lanzando órdenes, luego se detenía, como si toda su extraordinaria energía se hubiese partido. Ciertamente pensaba en la desaparición de su mujer, la pequeña rani.
—Eh, Yanez, amigo mío —le dijo Tremal-Naik—. Jamás te había visto así agitado, ni siquiera cuando combatías ásperas batallas con la muerte por delante.
El portugués arrojó rabiosamente el cigarrillo, luego dijo:
—Comprende: se trata de mi mujer.
—¿No ha quedado dentro del palacio?
—No, ya te lo he dicho; ha sido vista salir pocos minutos antes de que estallara el incendio.
—¿Pero tú no la vigilabas?
—Los ministros me habían hecho llamar por importantes asuntos de estado. Al diablo todos los estados y todos sus engranajes, que ya no funcionarán más como querrían los pueblos.
—¿Habrá sido raptada, señor Yanez? —preguntó Kammamuri, mientras un soberbio porche colapsaba con un inmenso estruendo, alzando torbellinos de chipas.
—No, creo que ha obedecido a alguna orden del hombre que la ha hipnotizado.
—Sabremos encontrar sus huellas, señor Yanez. Tenemos a Timul siempre con nosotros.
—Lo sé, y es por esto que no estoy demasiado impresionado —respondió el portugués—. Ya es inútil que nos quedemos aquí. Dejemos que el fuego devore todo lo que es devorable y vayamos a ocupar el palacete de Rampur donde ya se ha refugiado la nodriza con Soarez, con una buena escolta, para impedir alguna otra inoportuna sorpresa. Nosotros, mis queridos, navegamos en medio de miles de escollos traicioneros.
—Lo sabemos mejor que tú —dijo Tremal-Naik—. Hemos capturado al jefe de los parias que ocupaban las cloacas y ya ha comenzado a hablar.
—¿Y el brahmán ha muerto asado?
—Oh, no, señor Yanez —dijo Kammamuri—. Aún hemos conseguido salvarlo. No han muerto mas que los filósofos.
—¡Todavía vivo...! ¿Dónde está aquel canalla? Es necesario que lo mate.
—Ahora menos que antes, si quieres saber cuáles son las personas que envenenaron a tus ministros y que se preparan para arrancarle la corona a la rani. Tú, Kammamuri, conduce a los dos prisioneros al palacete de Rampur. Asistiremos a una confrontación emocionante. Veo que han salvado un rath con sus cebúes y no tardaremos en alcanzarte.
—Sí, amo —respondió el bravo maratí, alejándose a gran carrera para alcanzar a Sahur.
Un vehículo, de pequeña cúpula de oro, tirado por cuatro bueyes trotadores, había sido salvado junto con un gran número de elefantes que ocupaban el parque y que sus conductores, viendo las primeras chispas, se habían apresurado en alejar.
Se trataba de veinte paquidermos entre koomareah y merghee, todos adiestrados para las cacerías y también para la guerra, y que valían por sí solos, una vez lanzados, más que un regimiento de rajputs.
Yanez dio una última mirada a su palacio entre cuyos muros, con la pequeña rani, había pasado días llenos de infinita felicidad y que ahora el fuego continuaba devorando, y subió al rath junto con Tremal-Naik.
—¡Al palacete de Rampur...! —gritó al conductor—. ¡Hazlos galopar...!
No era necesario que se lo dijese. Los cebúes, pinchados hasta sangrar por el largo punzón tomaron una carrera endiablada, intentando alcanzar a Sahur, que ya, con sus inmensas patas, de pronto había obtenido tal ventaja como para no divisarlo más. Solamente a la distancia se oían, de vez en cuando, sus barritos que, no obstante, se debilitaban rápidamente.
La muchedumbre que todavía obstruía las calles, se abría de pronto delante del rico carro del maharajá, saludando con deferencia; no obstante, aquellos saludos no le parecían a Tremal-Naik los de hace un tiempo. La población, que había saludado con grandes fiestas la coronación de la rani y la expulsión de Sindhia, el loco alcohólico, debía haber sido corrompida por quién sabe qué serpientes salidas quizá de las cloacas o de más lejos aún.
No obstante, no debían ser reptiles. Debían ser peligrosos conjurados que tramaban para la destrucción del imperio asamés, como Yanez había querido llamarlo para impresionar mayormente a las poblaciones vecinas, siempre listas para rebelarse.
El rath, en menos de un cuarto de hora atravesó la distancia y se detuvo delante del chalé de Rampur, donde ya Sahur estaba devorando un cúmulo de cañas de azúcar y de hojas de ficus religiosa.
Rampur no tenía mas que algunos bungalow, no muy elegantes, no obstante, aptos para las exigencias del clima, con altos techos en forma de pirámide y muchas verandas reparadas de día por bellísimas esteras variopintas para mantener cierta frescura. A los dos lados de la construcción principal se extendían vastos cobertizos donde ya se encontraban a salvo los elefantes sustraídos al fuego. Luego, alrededor había bellísimos jardines, con plantas altísimas y ricas en sombra. Kammamuri, que había llegado antes, esperaba a Yanez y a Tremal-Naik junto con el buscador de pistas y el cazador de ratas.
—¿Están a salvo los bandidos? —preguntó el cazador de serpientes de la jungla negra.
—Oh, sí, amo —respondió el maratí—. Está el rajput que vela por ellos, y aquel hombre da mucho miedo con sus puños que parecen martillos siempre listos para hundir o enderezar ollas de cobre.
—¿Están juntos?
—Sí, amo.
—Vayamos a ver a estos canallas. Si no me dicen dónde se encuentra la rani los haré atar a las bocas de los cañones. El brahmán ya ha vivido demasiado —dijo Yanez, que parecía haber perdido su usual calma.
Saltaron a tierra y entraron en el bungalow precedidos por Kammamuri, entrando de pronto en un salón en planta baja que tenía el pavimento de piedra y que estaba amueblado según el gusto inglés: una gran mesa de caoba, un piano, muebles ligeros conteniendo copas y licores, y sillas enormes, con altos respaldos, de no menos de dos metros de largo, fabricadas con madera de rotang.
Precisamente en dos de estas sillas, y bien atados, se encontraban el viejo paria arrestado en el estanque de los cocodrilos y el famoso brahmán, ya medio muerto, porque parecía que jadeaba.
—¿Es este el hombre que ha hablado? —preguntó el portugués, indicando al viejo.
—Sí, amigo —respondió Tremal-Naik—. De él sabremos mucho más que de aquel perro que se obstina en hacerse creer brahmán.
—No obstante, nuestro primer prisionero está casi moribundo. Kammamuri, hazle engullir algo.
—Ciertamente no cerveza, señor. Estaría demasiado contento el pobre diablo, pero no yo que he velado tanto tiempo por él.
Se acercó a un elegante mueble con varios pisos, todo lleno de botellas bastante polvorientas y copas y se puso a leer las etiquetas.
—Güisqui —dijo de pronto, apoderándose rápidamente de una botella de cuello larguísimo—. Aquí está lo que necesito para galvanizar a aquel moribundo.
—¿Qué haces? —preguntó Tremal-Naik—. ¿Quieres matar a aquel hombre? Lo mismo daba que lo hubieses dejado en el subterráneo asándose junto con los filósofos.
—¡Pero no, amo...! —respondió el maratí, destapando la botella—. Este chacal debe tener intestinos de cocodrilo. Verá cómo se despierta de golpe.
—Para dormirse quizá para siempre —dijo Yanez—. Destapa una botella de cerveza, e incluso si no está fresca, la mandará adentro como la más deliciosa de las bebidas.
El maratí sacudió la cabeza.
—No, no —dijo luego—. Nada de cerveza, nada de agua, sino fuego. Déjeme a mí, señor Yanez, y le aseguro que este hombre, incluso si fue apenas cegado por su terrible puñetazo, no morirá. ¡Oh...! Son duros los parias, los más resistentes de todos los indios.
Llenó una larga y sutil copa de cristal amarilla y se acercó al brahmán que se obstinaba en tener cerrado el único ojo que le quedaba.
—Bebe, amigo —le dijo—. Debes tener mucha sed.
—¡Agua... agua... cerveza...! —rugió el miserable, abriendo la boca.
—Toma: engulle esto.
El brahmán, devorado por la sed, tomó de un trago el contenido de la copa, creyéndolo otra cosa. A pesar de las cuerdas que lo tenían bien atado a los apoyabrazos, tuvo un sobresalto, acompañado por una horrible mueca.
—¡Me quemo...! —dijo, con voz sofocada—. ¡Agua...!
—Sí, enseguida, un balde, si te decides a hablar de una buena vez.
—No sé... no sé...
—Y entonces manda adentro otra copa de este delicioso licor —dijo el implacable maratí, intentando acercársela a los labios.
El prisionero había mandado un alarido espantoso, un verdadero alarido de bestia, se había volcado violentamente hacia atrás, forzando las cuerdas hasta hacerlas entrar en las muñecas.
—¡No...! ¡No...! —rugió el desgraciado.
—¡Y entonces, miserable, me dirás dónde se encuentra la rani...! —gritó Yanez, avanzando amenazadoramente—. Ella ha obedecido a algún comando tuyo, porque debe encontrarse todavía bajo la influencia del magnetismo.
—La rani... la rani... ¿Quién es...? ¿Dónde está...? ¡Ah...! ¡Me parece verla...!
—Manda adentro también esta copa y la verás mejor —le dijo Kammamuri, acercándole la ligera copa a los labios.
El prisionero la mordió rabiosamente y la partió, derramándose encima todo el contenido.
—Diría que este hombre realmente tiene en el cuerpo el alma de un brahmán —dijo Tremal-Naik—. Tal resistencia asombra. Y van dos días y dos noches que no bebe, con el calor intenso que hace.
—¿Qué hacer? —se preguntó Yanez, metiéndose la mano en los cabellos—. Quiero que este miserable me diga a dónde ha mandado a la rani.
—Este hombre se dejará morir sin decirnos nada, Alteza —dijo el baniano.
—¿Pero tú crees que le haya impuesto dar fuego al palacio y luego irse?
—Sí, Alteza, porque su mujer sigue siempre bajo la influencia del magnetismo.
—¿A dónde le habrá impuesto ir? ¿A dónde?
—Lo sabremos muy pronto, señor Yanez —dijo Kammamuri—. Quédese aquí con mi amo y con el rajput, y mientras tanto interrogue al viejo paria de barba blanca. De él sabrá ciertamente muchas cosas interesantes.
—¿Y tú dónde vas?
—Me llevo a Timul y al cazador de ratas y regreso al palacio para seguir la pista de la rani. Antes de que el alba surja usted sabrá algo o volverá a ver a su mujer. Vele por estos hombres y su hijo. Tengo demasiado miedo a las traiciones.
—El palacete ya está circundado por una escuadra de rajputs —dijo Tremal-Naik, que se había acercado a una ventana—. Ninguno osará acercarse, al menos por ahora. Si se trata de Sindhia, no pudo haber reunido ya tantas tropas como para arrojarse a la capital.
—Ve —dijo Yanez que se atormentaba la barba y que paseaba furiosamente por el salón, lanzando de vez en cuando miradas terribles al brahmán, que parecía haberse amodorrado—. ¡Tráeme a la rani...! ¡Tráeme a mi mujer...!
—Yo seguiré sus huellas, Alteza —dijo Timul—. Usted sabe que jamás me he equivocado.
Se proveyeron de lámparas, luego los tres hombres dejaron rápidamente el palacete montando sobre el rath en lugar del elefante.
Cincuenta o sesenta rajputs y varios guardias de policía estaban apostados afuera, armados con carabinas y pistolas. El maharajá, por consiguiente, podía vivir tranquilo porque ningún hombre, excepto los ministros, habrían podido romper la rigurosa vigilancia. Los cebúes partieron enseguida con gran trote hacia el palacio real, que ya se había quedado oscuro, habiéndose apagado el incendio contra las macizas paredes de piedra.
La población se retiraba rápidamente, comentando la grave desgracia tocada al maharajá y a la rani, de modo que los buenos trotadores podían adentrarse rápidamente sin peligro de lisiar a alguien.
—¿Qué dices, sahib? —preguntó el cazador de ratas a Kammamuri, que parecía bastante preocupado—. ¿Conseguiremos descubrir a la pequeña rani?
—Con Timul sí —respondió el maratí—. Este joven goza quizá de un sentido que nosotros no poseemos, y verás que nos conducirá a un lugar seguro.
—Encontrar una pista en medio de las calles polvorientas pisoteadas por centenares de personas, me parece un poco difícil.
—Timul ha seguido los rastros de no pocos peligrosos malhechores, sin jamás perderlas, por centenares de millas a veces y siempre ha conseguido alcanzarlos y hacerlos arrestar. Cómo lo hace, no sé, como no sabría explicarme por qué ciertas personas privilegiadas consiguen oír los lejanísimos fragores de las aguas que fluyen bajo la corteza terrestre. ¿Tú sabrías descubrir aquellos torrentes subterráneos que dan agua en abundancia a los pozos?
—Yo no —respondió el baniano.
—Tampoco yo.
—¿Entonces esperas, sahib?
—Mucho, y también tengo una sospecha —dijo Kammamuri.
—¿Qué quieres decir?
—Que la rani no dejó la ciudad y que se encuentra más cerca de lo que se podría suponer. Tengo una idea fija que ahora me guardo para mí.
—¿Qué poder tenía en los ojos aquel hombre?
—He visto que incluso hacía retroceder a las ratas hambrientas, aquel querido brahmán.
—Lo recuerdo, sahib.
—Aquí estamos —dijo en aquel momento el joven buscador de pistas.
El rath se había detenido delante de la gigantesca puerta del palacio real, toda ahumada sí, pero aún bien firme sobre sus numerosas y magníficas columnas. El incendio ya se había apagado, no ya por los esfuerzos de los desmañados bomberos, sino por la falta de materiales inflamables. Todos los pisos superiores, todas las galerías, todos los techos habían sido destruidos, no obstante la planta baja había escapado al fuego a causa de sus paredes y pisos de piedra. Muchos rajputs y guardias circulaban alrededor del palacio, despejando a los últimos curiosos, entre los que se podían encontrar a famosos ladrones listos para aprovechar la desgracia.
Kammamuri hizo llamar a uno de los jefes de policía y, después de haber tenido con él un breve y rapidísimo coloquio, entró con Timul al vasto vestíbulo goteando agua por los últimos tiros de las bombas.
—Una zapatilla sola, sahib —había dicho el buscador de pistas.
—El apartamento privado de la rani no se ha incendiado, por consiguiente en vez de una encontraremos incluso cientos de babuchas.
Atravesaron corriendo dos inmensos salones y llegaron a la puerta del salón de Yanez.
Las bóvedas en piedra no habían cedido, ni siquiera bajo el enorme peso de los pisos superiores, no obstante, la tapicería de las paredes, las magníficas cortinas, incluso las alfombras, se habían vuelto negras y parecían como carbonizadas por un fuego lento.
Kammamuri se precipitó a través de las estancias privadas de la rani y del maharajá, imperando todavía dentro del gigantesco palacio una temperatura de horno, y llegó a la estancia blanca. También allí toda la tapicería, bordada en oro y seda, estaba por caerse y se había vuelto negra.
Kammamuri abrió una gran caja de caoba incrustada con plata y madreperla, hurgó dentro un momento, luego presentó al buscador de pistas una zapatillita marroquí amarilla, con punta realzada y dibujos de varios colores, preguntándole:
—¿Te basta?
—Sí, sahib.
—Ahora escapemos, o nos coceremos como hogazas. Precisamente parece que estamos dentro de un gigantesco horno.
Volvieron a correr, no obstante, en cierto punto el maratí se detuvo. Se encontraba en la escalera que conducía a los subterráneos que habían servido de prisión al brahmán.
—Quiero ver qué ha sucedido con los marabúes argala —dijo—. Todavía podemos resistir medio minuto, ¿verdad, Timul?
—También cinco, sahib —respondió el joven indio, metiendo dentro de una bolsa de cuero la pequeña zapatilla de la rani.
Se lanzaron abajo por las escaleras, abriendo de par en par con patadas las puertas de bronce que irradiaban un intenso calor, aún cuando la llama viva ni siquiera las hubiese rozado y se asomaron al segundo subterráneo.
Los pobres filósofos yacían todos en el suelo, con los monstruosos picos abiertos, las alas todas desaliñadas y las larguísimas y gordas patas retorcidas estrechamente alrededor de las cadenas de acero. Quién sabe qué esfuerzos habían intentado los desgraciados para ponerse a salvo y dejar aquel subterráneo maldito dentro del cual, por dos días y dos noches, penaban.
—¡Bah...! —dijo Kammamuri—. La India es incluso demasiado rica en filósofos alados y también no alados. Si es necesario, iré a buscar otros y veré que sean grandes charlatanes. ¡Vamos, escapemos, Timul...!
—¡Es hora...! ¡Las ratas, sahib, las ratas...!
—Corre, corre, si nos alcanzan nos devoran como dos bizcochos.
Los roedores, echados por el gran calor, se precipitaban a través del subterráneo, mandando chillidos altísimos y dando saltos extraordinarios. Quizá el rajput o el baniano habían vuelto a abrir las dos últimas puertas de bronce que daban quién sabe a qué galerías, ignoradas incluso por el maharajá y la rani, y aparecían en batallones y batallones. Afortunadamente estaban los seis filósofos para devorar y detuvieron el asalto alrededor de los pajarracos, trabajando enseguida los dientes y batallando, como siempre, ferozmente entre ellos.
Kammamuri y Timul en pocos saltos atravesaron la planta baja y se detuvieron delante del baniano que los esperaba apoyado en el rath.
—¿Se asaron? —preguntó el cazador de ratas.
—Menos de lo que crees —respondió el maratí.
Miró alrededor. Guardias de policía y rajputs se habían retirado a la acera opuesta, no obstante, manteniendo siempre un ojo en el palacio real, dentro del cual debían encontrarse todavía inmensos tesoros que podrían tentar a los ladrones indios bastante más diestros que los europeos. Así la calle había quedado libre, porque incluso los últimos ciudadanos se habían decidido a regresar a sus casas para tranquilizar a sus familias.
Timul tomó la zapatillita de la rani, la olfateó largo tiempo, luego se echó a gatas levantando aquí y allá con las manos, polvo o barro, habiendo actuado las bombas también en aquel punto.
—¿Debo volver a mandar al rath al bungalow? —preguntó el baniano.
—No, que nos siga lentamente a distancia. Quizá lo necesitemos.
—¿Para nosotros?
—Para la rani.
El cazador de ratas hizo un gesto de duda, sin embargo se apresuró a pasar la orden al conductor.
Mientras tanto, Timul continuaba avanzando, siempre a gatas, sosteniendo con una mano la linterna. Dos o tres veces se había detenido como si estuviese indeciso, luego pareció haber descubierto la pista, porque se puso a avanzar con mayor rapidez.
¿Estaba dotado de un sexto sentido aquel joven, para seguir, incluso a través de las calles polvorientas, los rastros? Era necesario creerle. Por otra parte, actuaba como los perros, olfateando a menudo la zapatilla y el suelo.
—¿Qué me dices de aquel hombre? —preguntó el maratí al baniano.
—Que no es menos extraordinario que el brahmán, sahib.
—Has dicho justo la verdad.
—¿Y tú crees que ya ha descubierto la pista de la rani?
—Estoy más que convencido. Escúchame: hace algunos meses un terrible thug, bajado ciertamente de las montañas del Bundelkund, donde aún se encuentran escondidos algunos adoradores de la sanguinaria Kali, cometía atroces delitos, estrangulando cada noche a un buen número de personas y desapareciendo como si fuese un espíritu. En vano el maharajá había puesto una fuerte recompensa sobre la cabeza de aquel asesino y en vano la policía, e incluso los rajputs, recorrían un buen número de calles, especialmente de noche, con la esperanza de sorprenderlo. Ya veinticuatro o veinticinco pacíficos habitantes, entre los que había dos mujeres, habían sido estrangulados, cuando el miserable fue sorprendido por dos rajputs cerca de una pagoda mientras estaba por terminar con su última víctima, porque realmente debía ser la última. Ágil como un joven tigre huyó, pero perdió uno de sus zapatos que enseguida fue llevado a Timul. A la mañana siguiente nosotros ya sabíamos que el thug había dejado la capital y que se dirigía a Goalpara con la esperanza de continuar, también en aquella populosa ciudad, sus delitos. Timul, no sé cómo, había descubierto la pista y lo estrechaba de cerca acompañado por cuatro valerosos shikaris y después de dos días y dos noches consiguió descubrirlo dentro de una floresta de palash y hacerlo arrestar enseguida.
—¡Es sorprendente...!
—También lo digo.
—¿El arrestado era precisamente el thug que había cometido tantos delitos?
—Tenía sobre el pecho tatuada la serpiente azul con la cabeza de mujer, por consiguiente no podía haber duda de que no fuese un secuaz de la maldita diosa que no pide a sus adoradores mas que estragos. Por otra parte, todavía tenía encima un pañuelo de seda negro con una pequeña bola de plomo cosida en una extremidad y además un verdadero lazo le estrechaba la cintura. Oh, no negó sus delitos, es más, se jactó, lamentándose solo de haber sido molestado en sus operaciones.
—Y habrá sido colgado.
—Fue atado a la boca de un cañón y, en presencia de cien mil personas, lanzado al aire en jirones.
—Bien hecho —dijo el cazador de ratas—. Aquellos miserables no merecen ninguna gracia. Si yo fuese el maharajá a esta hora ya habría hecho otro tanto con aquel pretendido brahmán.
—¿Tú también? ¡Pero no, pero no...! Primero debe hablar y luego morir. ¡Si quiere, le dejaremos escoger entre el lazo, una descarga de carabina o la boca de un cañón...!
—Si ya no lo han matado.
—¡Oh, no...!
—No me fiaría de la cólera del maharajá, sahib.
—Y en cambio tiene sangre fría para vender. ¡Uf, Timul se ha detenido...!
El buscador de pistas, que ya había recorrido más de quinientos metros, desplazando siempre el polvo y olfateando como un verdadero perro de caza, se había levantado y, después de haber bajado la linterna, se había puesto las manos en los costados mirando derecho delante suyo. Kammamuri, que precedía a pie al rath, lo alcanzó y le dio un empujón, diciéndole:
—¿Tú también habrás sido hipnotizado?
—No, sahib —respondió el joven, sonriendo—. Aquí no he visto los ojos de aquel hombre y luego ahora no tiene más que uno.
—¿Qué buscas entonces?
—Creo haber descubierto ya la dirección exacta tomada por la rani. Te digo, sahib, que ha salido de la ciudad.
—¡Ha dejado la capital...! —exclamó Kammamuri, sobresaltándose—. Entonces la han raptado.
—No, habría descubierto otros rastros sospechosos, mientras que alrededor de los de la princesa no he observado mas que pies vulgares de plebeyos.
—¿No podrías engañarte?
—No, sahib.
—¿Dónde habrá ido entonces? —preguntó el cazador de ratas, no menos impresionado que el maratí—. ¿Aquel bribón le habrá impuesto esconderse en alguna floresta?
—Reencontraré siempre su rastro —respondió Timul—. Síganme: ahora no tengo más necesidad de olfatear el polvo de la calle. Me he orientado.
—¿Tienes una brújula en la cabeza? —dijo Kammamuri.
—No conozco aquella bestia, sahib —respondió el joven buscador de pistas—. Sé que guía a las naves que atraviesan el Océano Índico, pero jamás he visto una. ¿Quién sabe? Puede ser que tenga dentro del cráneo una de aquellas bestias. Vengan: estoy seguro de no perderme más.
—¡Hombre extraordinario...! —exclamó el cazador de ratas—. Vale como el brahmán, paria o lo que sea.
Timul recogió su linterna y avanzó bastante velozmente a través de una avenida inmensa que conducía hacia los bastiones meridionales de la capital. El rath con los cebúes seguía al minúsculo pelotón, también iluminado por dos grandes lámparas chinas que proyectaban sobre la calle extraños resplandores sanguíneos. Por veinte buenos minutos el buscador de pistas continuó marchando, no inclinándose más que algunas veces para desplazar el polvo, y llegó finalmente a los alrededores de la vieja pagoda, junto a la cual desembocaba la gran cloaca.
—¡Mis sospechas se han cumplido...! —gritó Kammamuri—. Incluso sin este incomparable buscador de pistas, habría conseguido encontrar a la rani.
—No te comprendo, sahib —dijo el cazador de ratas.
—Estoy casi seguro de que el brahmán ha impuesto a la rani irse a esconder en algún lugar ignorado quizá también por ti, en las cloacas.
—¡Ignorado por mí...! ¡Ah, no, sahib...! He cazado ratas por diez años y conozco todos los pasajes como todas las rotondas que sirven para drenar las aguas. Si se encuentra ahí dentro, puedes estar seguro que la encontraremos.
—¿Y si el brahmán le hubiese impuesto arrojarse dentro del río fangoso?
—No me espante, señor —dijo el baniano, que se había puesto grisáceo—. No, no es posible.
—Nosotros hemos retirado todas las escalas, ¿verdad?
—No, aún existen pasajes entre las dos orillas.
—¿Y si se hubiese caído?
—Las personas magnetizadas caminan como nosotros y sin correr ningún peligro.
Timul se había detenido delante de la vieja pagoda, junto a la cual desembocaba el río repugnante y fangoso.
—Sahib —dijo mirando a Kammamuri con ojos extraños—. Esta inmensa abertura que derrama aguas hediondas, ¿a dónde da?
—A las cloacas.
—¿Las conoces?
—Las conoce paso por paso el baniano que ha residido por años y años.
—Pues bien, la rani ha entrado bajo aquella bóveda oscura.
—Aquí no hay más polvo. ¿Cómo haces para saberlo?
—La siento —respondió lacónicamente el joven.
—Hemos sido estúpidos —dijo Kammamuri, lanzando un puñetazo al aire.
—¿Por qué, sahib?
—Deberíamos haber conducido con nosotros a los dos molosos del Tíbet.
—¿Quizá no basto yo? Quizá yo siento más que ellos.
Reavivaron las lámparas y se introdujeron bajo la inmensa arcada cargada de miasmas, siguiendo la orilla izquierda del río negro y fangoso.
Timul avanzaba ahora con mayor precaución. Se inclinaba más frecuentemente sobre el ancho muelle de piedra y parecía deliberar largo tiempo. ¿Vacilaba? Quizá no, pero en aquella oscuridad intensa y aquellos miasmas se sentía como perdido.
—¿Y entonces, Timul? —preguntó Kammamuri, viéndolo detenerse por décima vez—. ¿Has perdido la pista?
—No, sahib —respondió el joven—. Siempre tengo la zapatilla de la rani.
—¿Y la sientes siempre?
—Sí, sahib.
—Eres un perro humano absolutamente extraordinario. Es necesario admirarte.
Ya habían recorrido más de un kilómetro, siguiendo siempre el río hediondo, cuando se encontraron delante de la escala que el cazador de ratas, después de los saltos sobre las alfombras, había arrojado entre las dos orillas. Timul se había detenido nuevamente haciendo grandes gestos.
—¿Qué hay de nuevo, entonces? —preguntó Kammamuri, armando por precaución sus pistolas de doble y larguísimo caño—. ¿Has perdido la pista, quizá?
—Hay un peldaño roto —respondió Timul, que parecía bastante preocupado.
—¿En la escala?
—Sí, sahib.
—El bambú es demasiado sólido como para ceder bajo el peso de una persona —dijo el cazador de ratas—. Cuando nosotros hemos atravesado esta escala no faltaba ningún peldaño. ¿Cómo va este asunto? ¿Nos habrán preparado alguna otra traición?
Kammamuri estaba por responder, cuando un ruido de trueno, que repercutió lúgubremente dentro de las numerosas galerías, se hizo oír.
—Está por estallar un huracán —dijo el cazador de ratas—. Ya lo había notado. Apresurémonos, o si la rani se encuentra aquí correrá el peligro de morir ahogada.
—¿Pero dónde está? ¿Dónde está? —gritó Kammamuri, haciendo un gesto de desesperación—. ¡Oh, pobre maharajá, qué triste noche...! ¡Tenía razón en añorar siempre a su Mompracem...!
—Pasemos, no perdamos tiempo —dijo el baniano, en el momento en que atronaba otro rayo, seguido de pronto por miles de extraños rumores que debían ser producidos por el viento ya desencadenándose sobre la capital.
Timul se arrojó sobre la escala y la sacudió vigorosamente, para ver si cedía; luego tranquilizado alcanzó el lugar donde había sido arrancado o cortado el peldaño.
Los tres hombres, presa de una creciente ansiedad, se habían puesto a observar.
—Ha sido cortado —dijo finalmente el cazador de ratas.
—¿Y por quién? —preguntó Kammamuri, que se sentía bañar la frente de grandes gotas de sudor—. ¿Alguno de aquellos miserables, después de nuestra retirada, ha regresado aquí?
—¿O que en cambio haya permanecido aquí?
—¿Para hacer qué?
—Quizá para terminar las provisiones abandonadas por los otros.
—¿Saben que comienzo a tener miedo?
—Yo tampoco estoy tranquilo, también porque aquel huracán vuelve bastante difícil nuestras búsquedas. Cuando los aguaceros se derraman, el río crece y todas las pequeñas galerías, también aquellas que se encuentran sobre la gran arcada, vomitan agua con furia increíble. ¡Ay de quienes no conozcan los refugios...!
—¿No obstante, tú los conoces?
—Sí, sahib.
—¿Y estaremos seguros allí?
—Eso espero.
—Una palabra vaga, amigo.
—Me he refugiado tantas veces y como ven, todavía estoy vivo aun cuando sea viejo.
Habían atravesado la escala y Timul se había arrojado a tierra, después de haber olfateado una vez más la zapatilla de la rani.
—Sí —dijo de pronto, levantándose enseguida—. La rani ha pasado por aquí. ¿A dónde quería ir?
—Pregúntale a aquel brahmán perro, paria o lo que sea —respondió el maratí con voz airada.
—¡Hacerla descender aquí...! ¿Quería perderla entre estas galerías, para que muriese de hambre y sed?
—Sí, como él. Sufre hambre y sed y buscaba vengarse en la pequeña rani, el miserable. Oh, aún no está muerto y lamentará muy amargamente sus bribonadas y el poder de sus ojos fosforescentes.
Se habían vuelto a poner en camino sobre el ancho muelle, aguzando los oídos a los grandes fragores que se sucedían sobre la superficie del suelo y que las galerías repetían con mayor intensidad. Había ciertos momentos, en que parecía que todas las artillerías de la capital disparasen al mismo tiempo, tal era el estruendo.
—Cuiden de que no les caiga algún bloque sobre la cabeza —dijo el cazador de ratas a sus compañeros—. Cuando afuera truena, las viejas bóvedas acá o allá ceden, y yo también he escapado milagrosamente, y muchas veces, a una muerte segura.
—¿No son seguras entonces? —preguntó Kammamuri, que ya comenzaba a mirar a lo alto.
—Son un poco viejas, sahib, pero resistirán muchos y muchos años todavía. Los mogoles sabían construir.
—¿No te parece que Timul nos guía a la rotonda donde hemos sorprendido a los parias y arrestado al brahmán? Ya me había imaginado que la rani debía encontrarse en aquel lugar. ¿Faltará mucho?
—Un cuarto de hora todavía. El buscador de pistas ahora corre.
—También él tiene miedo de los bloques que caen de lo alto y de las aguas, que de un momento a otro pueden irrumpir a través de las miles de galerías.
—Y eso también me preocupa —dijo el cazador de ratas—. La rotonda ciertamente será la última en ser inundada, porque se encuentra sobre la gran arcada, ¿lo recuerdas, sahib?
—Yo no he visto mas que oscuridad y por eso no he podido observar nada —respondió el maratí—. Si tú, que has habitado aquí tantos años, lo dices, te creo.
Timul mientras tanto continuaba apresurando el paso, también impresionado por los estruendos que se propagaban dentro de las galerías como tiros de cañón de marina. Ya en ciertas galerías que descendían hacia el muelle, se oía rumorear al agua. Se reunían para arrojarse luego dentro del perezoso río negro y darle un poco de carrera. También de las bóvedas, de vez en cuando, se precipitaban bloques, a veces de dimensiones enormes, que se quebraban como si fuesen bombas bien cargadas de pólvora.
Otros diez minutos habían transcurrido y los tres hombres corrían siempre, cuando el muelle fue invadido bruscamente por un curso de agua amarillenta cargada de arena, salido de las pequeñas galerías.
—¡Fuera...! —aulló el cazador de ratas—. Estamos por ser arrastrados al río hediondo.
Se había puesto a la cabeza del minúsculo pelotón. Ya el buscador de pistas no podía servir más, porque las huellas de la rani debían haber sido destruidas por las aguas que irrumpían con furia creciente. Corrían como nilgó, los antílopes indios, dando largos saltos, cuando algún torrente irrumpía sobre ellos.
Toda la inmensa ciudad subterránea diluviaba. Las aguas, habiendo descendido a los recolectores y las rotondas, buscaban un desahogo hacia el río fangoso.
—¡No me pierdan de vista o estarán perdidos...! —gritó el baniano, alzando la linterna lo más que podía—. La rani no puede estar mas que en la rotonda. ¡Ahora estoy convencido!
Y corrían, corrían, con el agua a veces hasta los tobillos, algunas veces hasta los flancos, cuidando de no hacerse arrastrar hasta el río fangoso, del que ciertamente no habrían salido vivos.
Y las aguas retumbaban siempre, abajo, en lo alto, impacientes por desencadenarse, mientras los truenos continuaban sucediéndose con espantosa intensidad, haciendo temblar a las viejas bóvedas de la gigantesca galería.
—¡Aquí estamos...! —gritó de pronto el baniano, después de haber dado un gran salto por encima de un impetuoso torrente, salido furiosamente de un conducto lateral.
—¿Dónde? —preguntó Kammamuri que hacía esfuerzos desesperados para mantenerse detrás de aquel endemoniado cazador de ratas, que corría como un jovencito de veinte años.
—En la rotonda donde hemos hecho prisionero al brahmán.
—¿Ya habrá sido invadida por las aguas?
—Hay un conducto que descarga también ahí dentro, sin embargo el agua no subirá a tal altura como para ahogar a una persona.
—¿Y si la rani se hubiese adormecido?
—Ahora eres tú, sahib, el que quiere espantarme. ¡Dormir con todo este estruendo de agua y truenos...! Será un poco difícil.
Kammamuri se enjugó por segunda vez el sudor que le bañaba la frente, luego dijo con voz quebrada:
—¡Pronto...! ¡Pronto...!

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

“...ai ladri indiani assai più destri di quelli europei...” ¿Seguro Salgari? ¿Los europeos que dominaron y saquearon a gran parte del mundo en la época colonial?

Palisandro: Madera del guayaco, compacta y de hermoso color rojo oscuro, muy estimada para la construcción de muebles de lujo.

Rampur: Pequeña localidad del estado de Assam, sobre la orilla sur del río Brahmaputra, a unos 60 km. al oeste de Guwahati. Pertenece al distrito rural Kamrup, actual centro administrativo de Guwahati.

Ficus religiosa: Nombre científico del pipal.

Verandas: “Vangas” en el original, son galerías, porches o miradores de un edificio o jardín. Viene del hindi varandā.

Caoba: “Acajù” en el original, árbol de América, de la familia de las Meliáceas, que alcanza unos 20 m de altura, con tronco recto y grueso, hojas compuestas, flores pequeñas y blancas en panoja colgante y fruto capsular, leñoso, semejante a un huevo de pava, cuya madera es muy estimada.

Rotang: El “Calamus rotang” es una especie de palma perteneciente a la familia de las arecáceas utilizada para la elaboración de muebles, cestas, bastones, paraguas y objetos de mimbre.

Goalpara: Localidad perteneciente al estado de Assam, India.

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