lunes, 15 de marzo de 2021

XI. Noche de angustia


El huracán arreciaba siempre con creciente espanto sobre la capital.
La India sufre de largas sequías, no obstante, como todas las regiones casi ecuatoriales, de vez en cuando se desencadenan y sin que nada los haga prever, ciclones que nada tienen que envidiar en violencia a los de las Antillas, que son tan tristemente famosos.
El cielo, poco antes limpísimo, se cubre imprevistamente de gigantescos nubarrones de color blancuzco que soplan viento a través de sus grietas. Y no son ya ráfagas: son golpes de viento acompañados por descargas eléctricas y truenos. Es siempre recordado en India el famoso ciclón de 1864. El cielo estaba limpísimo sobre Calcuta, la grandiosa capital de Bengala, cuando para el estupor de todos los habitantes se oscureció.
Un viento terrible se desencadenó, junto con la lluvia y los relámpagos, rechazó las aguas del Hugli, que es el último brazo del Ganges y en un momento arrastró a doscientas cuarenta naves, estrellándolas unas contra otras y ahogando a las tripulaciones que, de la población, no podían obtener ninguna ayuda. Colapsaron barrios enteros, fueron derribados imponentes palacios que parecían haber desafiado los siglos, llevados como paja de los pórticos inmensos. Todo quedó patas para arriba y veinte mil personas, entre indios y europeos, permanecieron sepultadas entre las ruinas y cien mil, en las inmensas llanuras que circundan la capital, ya que ninguna aldea pudo resistir a las furias del ciclón.
—Si este huracán al menos hubiese estallado antes y hubiese apagado, con su gran masa de agua, el fuego que devoraba el palacio del maharajá —barboteaba Kammamuri, que continuaba saltando a través de los torrentes amarillentos que irrumpían de todas partes derramándose con un estruendo infernal dentro del río negro vuelto ya un río bien fluído.
Había peligro de agarrar cólera.
¡Ay si los tres hombres no hubiesen sido todos indios...! No habrían podido ir muy lejos entre todos aquellos perfumes asfixiantes.
Y mientras tanto sobre la superficie de la Tierra los truenos se sucedían siempre y se propagaban dentro de las cloacas con tal intensidad, que los tres hombres en ciertos momentos no eran capaces de oírse.
—¡El último...! —gritó de pronto con voz altísima, el cazador de ratas, recogiéndose sobre sí mismo como un tigre para cruzar un furibundo chorro de agua que salía, retumbando siniestramente, de una ancha abertura.
—¿Qué último? —preguntó Kammamuri, preparándose también para el gran salto.
—No hay más desagües delante nuestro, sahib.
—Sin embargo, el muelle está invadido y parece que esta agua viene de un lugar más alto. ¿El refugio de los parias se habrá inundado?
El cazador de ratas, en vez de responder, saltó sobre el torrente, siempre ágil como si tuviese veinte años y cayó sano y salvo en la otra parte.
Kammamuri y el buscador de pistas, mucho más jóvenes, lo habían seguido a continuación, no obstante, se habían encontrado con el agua hasta las rodillas y aquel agua salía del último refugio de los parias y del famoso brahmán.
—Me has dicho que un conducto desemboca en aquella rotonda, ¿verdad? —preguntó Kammamuri, que sentía latir muy fuerte el corazón.
—Sí —respondió el cazador de ratas.
—¿Esta agua no viene del refugio? ¡Mira como baja!
—No te espantes, sahib. La rotonda está en pendiente y se descargará enseguida.
—El huracán no da señas de terminar. Se trata de un verdadero ciclón.
—Quizá es más el estruendo que otra cosa —respondió el cazador de ratas.
—¡Ah, pobre señor Yanez...! ¡Qué noche terrible para él!
Se habían dado la mano, para resistir mejor a las aguas que desembocaban siempre más furibundas de la rotonda ya lejos, un centenar de pasos. Evitaron con gran esfuerzo otro curso de agua que descendía de una oscura galería y se impulsaron rápidamente adelante, teniendo bien altas las linternas a fin de que las salpicaduras no apagasen las velas.
—¡Ya estamos...! —gritó de pronto el cazador de ratas—. Un último esfuerzo y si el buscador de pistas no se ha equivocado, encontraremos a la rani.
Sosteniéndose mutuamente, luchando furiosamente con las aguas que amenazaban siempre con arrastrarlos y arrojarlos al río hediondo, entraron finalmente en la vasta rotonda.
Un grito había escapado de pronto del pecho de Timul.
—¡La rani...! ¡No me había equivocado...!
—¿Todavía viva? —preguntó Kammamuri, brincando adelante—. Pero... ¿dónde descansa? Sobre una enorme tortuga terrestre, semejante a las que viven entre las cavernas de las altas montañas del Himalaya. ¿De dónde ha venido aquella bestia?
—¡Oh...! Yo he cazado a muchas —dijo el cazador de ratas.
Los tres se habían precipitado adelante, sin cuidarse de las aguas que los embestía y que producían dentro de la rotonda, un barullo ensordecedor y enseguida habían descubierto a la pequeña rani que se había agarrado a una tortuga grande como un tonel y de varios quintales de peso.
En los subsuelos indios y en las cavernas de las montañas, no es raro encontrar a aquellos colosales reptiles de aspecto pavoroso, mientras que son completamente inocuos y pasan su tiempo durmiendo. Se dice que viven más de medio siglo, casi siempre en un estado letárgico, lo que no les impide engordar enormemente. ¿De qué viven? ¿Quién lo sabe? En los lugares donde se encuentra alimento no se las encuentra, de modo que su alimentación es un misterio.
Como habíamos dicho, los tres hombres se habían precipitado sobre la tortuga gigante que resistía tenazmente al impulso de las aguas que irrumpían de un pequeño canal y habían levantado a la rani.
—¡Señora...! ¡Señora...! —gritó Kammamuri, poniéndola en sus brazos, a fin de que no se mojara—. ¿Cómo ha venido aquí?
La rani lo miró fijamente con una mirada aún vidriosa y parecía que hiciese un esfuerzo supremo para reunir sus ideas.
—Aquel hombre —dijo finalmente— lo ha querido.
—¿El miserable magnetizador?
—Sí, él.
—¿Y también ha sido él, verdad, quién le ha impuesto dar fuego al palacio real?
—Sí, él, siempre él —respondió Surama, con voz cansada—. ¡Oh...! Tengo miedo de aquel hombre.
—¿Y no pensó, Alteza, que podía quemar al pequeño Soarez y también a su marido, el señor Yanez?
—No sé... no sé... Debía obedecer y he obedecido.
—Y luego, el infame, ¿le ha impuesto venir aquí a esconderse?
—Sí.
—¿Cómo ha llegado sin caer en el río?
—Parecía que alguien me guiaba y que de vez en cuando me sostenía.
—¿Entonces qué tiene aquel vil chacal en sus ojos? —aulló Kammamuri, rechinando los dientes—. También esta historia terminará, porque le apagaré el otro ojo con un pinchazo.
La rani se había abandonado entre sus brazos como si hubiese sido tomada por una especie de somnolencia, no obstante, sus párpados habían quedado abiertos.
—¿Podemos ir? —preguntó Kammamuri, volviéndose al cazador de ratas que se había sentado junto a Timul sobre el dorso de la tortuga.
—¡Es demasiado tarde, sahib! —respondió el baniano—. Deberemos esperar a que toda esta agua se desahogue o todos seremos arrastrados al río negro sin ninguna esperanza de salvarnos.
—¡Y el huracán continúa...!
—Por desgracia, sahib —respondieron los dos hombres, abandonando sus lugares y volviendo a hundirse en las aguas hasta las caderas.
—¿Es un ciclón este?
—Es extraordinario, sahib —dijo el baniano—. Normalmente tienen una duración breve, mientras que este no da indicios de terminar. Sube a la tortuga y harás descansar mejor a la rani. Esta buena bestia no se moverá.
Kammamuri montó sobre el dorso del enorme reptil poniéndose sobre las rodillas a la rani siempre adormecida.
De la pequeña galería, aún cuando no tuviese más de medio metro tanto en altura como en longitud, las aguas amarillentas continuaban irrumpiendo y comenzaban a no encontrar más desahogo hacia la salida, encontrándose probablemente con otros torrentes que se vertían en el río negro.
El baniano, conocedor de las cloacas, comenzaba a inquietarse porque veía las aguas de la rotonda subir poco a poco, ¡y el ciclón no cesaba...! Estruendos espantosos se propagaban dentro de las cloacas sacudiendo las viejas bóvedas que llevaban resistiendo dos o tres siglos. Desmoronamientos enormes debían suceder a lo largo de los dos muelles.
—¿Qué miras? —preguntó Kammamuri, viendo al baniano bajarse y volviéndose a subir enseguida haciendo un gesto de cólera.
—El agua sube, sahib —respondió el cazador de ratas—. No encuentra desahogo suficiente. Ya estamos sumergidos hasta las caderas.
—Hay lugar para todos sobre la tortuga —respondió Kammamuri—. ¿Quieren subir?
—Hay tiempo, sahib: todavía no tenemos el agua hasta el cuello.
—¿Y temes que el nivel aumente todavía?
—No sé qué decir, sahib. Sería necesario que el ciclón se quebrara, mientras lo oigo siempre retumbar más intensamente que nunca. ¡Ah...! ¡Noche espantosa...!
—¿Nos ahogaremos?
—Está la tortuga y esta flotará y nos llevará sin demasiado esfuerzo. Doy gracias a Dios que la ha mandado aquí y justo a tiempo, porque antes no estaba.
—En efecto, no la he visto y luego los parias la habrían comido.
—Habrían hecho un asado colosal, sahib.
—¿Aumenta el agua?
—Sí, aumenta —dijo Timul, que se había agarrado al enorme reptil, para resistir al impulso de las aguas—. Y también...
Había mandado un grito agudo.
—¿Qué pasa? —preguntó el baniano.
—Me muerde.
—Son las ratas que las aguas revuelven. He aquí otro peligro que no había previsto, porque aquellos roedores van siempre en tropas enormes.
—¡Monten a la tortuga...! —comandó Kammamuri—. ¡Aquí estamos como sobre un pequeño escollo...!
Las ratas comenzaban a llegar nadando desesperadamente y estando siempre hambrientas, enseguida habían intentado arrojarse sobre las piernas de los dos indios, bien dispuestas a roerlas hasta el hueso.
Eran grandes ratas morenas de casi un pie, con los ojos negrísimos y centelleantes, los bigotes erizados, peligrosas casi como los caimanes si se reúnen en un buen número.
—¡Cuidado las lámparas...! —gritó Kammamuri, que sostenía siempre a la rani—. Si se apagan estamos perdidos.
—He traído conmigo velas de recambio —dijo el baniano—. Y luego tendremos luz todavía por varias horas. No tenga miedo, sahib.
Había empuñado el talwar, el pequeño sable curvo usado por los rajputs y por casi todos los indios de las regiones septentrionales y se había puesto a decapitar, con una maestría y precisión maravillosa, a los pequeños enemigos que intentaban también ellos buscar refugio sobre el ancho dorso del reptil. Timul, aún cuando jamás había sido cazador de ratas, lo secundaba, haciendo volar cabezas a diestra y siniestra.
La tortuga, mientras tanto, había retirado la cabeza, las patas y la cola para no hacerse devorar viva, no obstante, habiéndose bajado, podía correr el peligro de morir asfixiada, no pudiendo aquellas bestias permanecer sumergidas más de cinco o seis minutos. Es verdad que, de vez en cuando, podía alargar el cuello, bastante largo, para hacerse de su provisión de aire.
El asalto de las ratas comenzaba a volverse inquietante. De la pequeña galería de descarga llegaban en batallones, mandando chillidos agudos y se arrojaban furiosamente contra el reptil, que representaba para ellas primero la salvación y luego un hartazgo colosal de carne viva.
Los dos talwar, del baniano y del joven buscador de pistas, no obstante, trabajaban sin pausa para impedir que llegaran hasta la rani y Kammamuri, que no podía moverse. Las cabezas continuaban saltando con una rapidez prodigiosa, especialmente por parte del baniano, ya viejo en el oficio.
—Y entonces, ¿nos dejarán en paz? —preguntó Kammamuri.
—No te preocupes, sahib —respondió el baniano, que continuaba cortando y destripando—. No los tocarán ni a la rani ni a ti. Antes nosotros nos haremos morder.
—¡También estos canallas, más allá del agua...! ¿Y después? ¿Se vendrá abajo la bóveda y nos aplastará a todos?
—Es demasiado sólida esta, sahib. Por la de la cloaca quizá no respondería, pero por esta sí.
—¡Y no poder salir...! ¡Con qué ansiedad nos esperará el maharajá...!
—El ciclón arrecia también sobre la capital y comprenderá que pudimos haber encontrado obstáculos. ¡Timul, apresúrate...! ¡Están por devorarnos...!
Otro batallón de grandes ratas se había derramado en la rotonda y se había vertido al asalto. Fueron recibidas con ocho tiros de pistola que enseguida las hicieron retroceder y luego decidir seguir la corriente y hacerse llevar al río negro, su verdadero lugar.
—Tendremos un poco de tregua —dijo el baniano, que conservaba una admirable sangre fría—. ¿Cómo está la rani, sahib?
—Duerme siempre, incluso si se trata de un sueño verdadero.
—¿Todavía no ha abierto los ojos?
—No, están siempre cerrados.
—¿Late su corazón?
—Sí, incluso violentamente.
—¿No está fría?
—No, en absoluto. Está tibia como una paloma.
—Entonces todo va bien. Salvaremos a la rani a cualquier precio.
—Pero no podemos salir.
—Esperemos... quién sabe, también las aguas se desahogarán y nosotros podremos irnos.
El baniano hablaba con gran calma y continuaba decapitando ratas, siempre firmemente ayudado por el joven buscador de pistas. Las malignas bestias, no obstante, no llegaban más en grandes grupos e intentaban irse enseguida. Solamente las más hambrientas todavía intentaban asaltar a la colosal tortuga, haciéndose masacrar inútilmente por los talwar.
Transcurrió otra media hora durante la cual el trueno no cesó de retumbar, luego el nivel del agua, ya tan alto como para amenazar con ahogar al gran reptil, se bajó bruscamente.
—¿Qué ha pasado? —preguntó el maratí, que enseguida se había percatado de aquel descenso.
—Creo que el agua que sale de esta rotonda ya no está más obstaculizada por algún torrente que debía cortar el paso —respondió el baniano—. Comienzo a esperar salir de aquí muy pronto, sahib. Esto es, también los truenos han cesado.
—El ciclón debe haberse quebrado —dijo Timul, que vigilaba las linternas para que las salpicaduras de agua no apagaran las velas.
—¿Y el río hediondo estará crecido? —preguntó Kammamuri.
—Ciertamente —respondió el cazador de ratas, decapitando un par de roedores que también intentaban saltar sobre el dorso de la tortuga.
—¿Podremos atravesarlo?
—¿No está la escala?
—¿Y si hubiese sido llevada? Debemos pensar en todo.
—No creo. Las dos orillas están bastante altas, sahib.
—¡El agua baja...! ¡Baja...! —gritó en aquel momento Timul—. Del conducto casi no sale más.
Incluso la tortuga se había percatado de que no corría más peligro de ahogarse, porque apuntando las robustas patas había intentado dirigirse hacia la salida, pero muy pronto tuvo que ceder. La carga para arrastrar era demasiado grande.
—Te irás más tarde, buena bestia —dijo el baniano—. Nosotros no te haremos ningún mal, porque te debemos gratitud.
Saltó del caparazón y constató con viva alegría, que el agua no le llegaba mas que hasta la rodilla.
—Me parece que ha llegado el momento de regresar a la superficie del suelo. ¿Quieres que te ayude, sahib, que tú llevas a la rani?
—No tengo necesidad —respondió Kammamuri, bajando a su vez con gran precaución—. Solamente ocúpate de mi lámpara que no puedo llevar.
Dieron una última mirada al gigantesco reptil, que nuevamente se había puesto en movimiento girando alrededor de la rotonda y alcanzaron el canal de descarga, adentrándose en el muelle.
Dentro de la cloaca se oía un fragor enorme de aguas. El río negro, extraordinariamente aumentado, había tirado su pereza y fluía tempestuoso, rompiéndose y volviéndose a romper rabiosamente contra las dos orillas. Olores pestíferos, casi asfixiantes, se levantaban, invadiendo todas las cloacas.
Los tres indios apresuraban el paso, ansiosos por llegar allí donde habían dejado la escala, no obstante, de vez en cuando, estaban obligados a aminorar la velocidad, a causa de pequeños desmoronamientos por la caída de la vieja bóveda y que habían obstruido aquí y allá el muelle.
Por los canales de desahogo continuaban afluyendo torrentes de agua fangosa, pero no con el ímpetu furibundo de antes, de modo que no daban demasiadas molestias a los fugitivos que se mantenían siempre bien alejados del río negro y siempre uno detrás de otro, para estar listos para ayudarse recíprocamente.
Como siempre, el cazador de ratas se mantenía a la cabeza y antes de avanzar escuchaba el rumor de las aguas, temiendo alguna nueva y más violenta inundación. Kammamuri venía después con la rani, que aún no se había despertado. Último el buscador de pistas, que ya no tenía nada más que buscar.
Corrieron, con algunas pequeñas paradas, una buena media hora y finalmente llegaron allí donde se encontraba la escala. Las aguas del río negro no se habían alzado tanto como para sacarla.
—Esto es una gran suerte —dijo el cazador de ratas—. Si este pasaje nos faltaba estábamos perdidos.
—Dará un poco de calor atravesar este río hediondo, que exhala olores tan asfixiantes —dijo Kammamuri—. Toda esta agua bramante espanta.
—¿Quieres darme por un momento a la rani, sahib? Soy más experto que tú en estas travesías.
—No, solo yo la llevaré y entregaré al maharajá.
—Deja entonces, sahib, que te preceda con la linterna. No te olvides que falta un peldaño.
—No lo he olvidado. De hecho, es aquella abertura la que me preocupa.
—Estaré listo para ayudarte.
El cazador de ratas, en vez de una lámpara tomó dos y avanzó intrépidamente sobre la larga escala, en absoluto impresionado por el terrible estruendo de las aguas lanzadas a carrera desenfrenada. Oh, había visto inundaciones dentro de aquellas cloacas y cuántas veces se había salvado por puro milagro.
La peligrosa travesía fue realizada en menos de un minuto y los tres hombres con la rani se encontraron en el otro muelle que conducía a la desembocadura del gran canal, junto a la vieja mezquita en ruinas.
—¡Finalmente estamos a salvo...! —gritó el baniano—. Escapemos antes de que el río se desborde.
Se lanzaron a toda carrera, saltando, de vez en cuando, bloques de dimensiones a menudo enormes caídos de la gran bóveda por todo aquel retumbar de truenos y divisaron un poco de luz.
Afuera alboreaba y el ciclón, como se había formado rápidamente, asimismo rápidamente se había disuelto, no sin haber causado graves daños a los barrios pobres, cuyas cabañas habían sido llevadas como si fuesen ramas de paja.
—¡El rath...! —gritó el baniano—. ¡El rath...!
El bravo conductor de los cebúes no se había alejado en absoluto. Se había refugiado bajo un pórtico con su carro y con sus animales y había esperado pacientemente a los buscadores de la rani.
—Los creía muertos —dijo conduciendo fuera el rath.
—Mientras, como ves, hemos regresado con la rani —respondió Kammamuri, subiendo sobre el gracioso coche y metiéndose bajo la pequeña cúpula—. ¡Vamos...!
Y los cebúes partieron a carrera desenfrenada, bufando y mugiendo, mientras la oscuridad comenzaba a disminuir rápidamente. Fue un esprint fulmíneo porque el conductor, no contento con pinchar a los pobres animales, torcía cruelmente la cola a los dos que estaban más cerca del carro.
—Estamos —dijo Timul, mientras varios rajputs estaban por precipitarse hacia ellos, con las carabinas apuntadas.
—¡Largo...! —gritó Kammamuri—. Llevo a la rani. ¿Dónde está el maharajá?
—Junto con los prisioneros, sahib —respondió el comandante de la compañía, haciendo señas a sus hombres para abrir las filas.
—Sahib —preguntó el cazador de ratas—. ¿Debemos seguirte?
—Por ahora no. Si tengo necesidad de ustedes, los haré llamar.
Estrechó bien entre los brazos a la rani y se precipitó dentro del bungalow, pasando enseguida a la sala de la planta baja donde se encontraban los dos prisioneros y que todavía estaba iluminada. Yanez, que estaba interrogando, ayudado por Tremal-Naik, al viejo paria, oyendo la puerta abrirse con estruendo, se volvió y mandó un grito altísimo.
—¡Mi mujer...! ¡Mi Surama...! ¡Ah...! ¡Gracias, Kammamuri...! Ya comenzaba a desesperarme.
La tomó de los brazos, la estrechó en el pecho y le estampó un beso en la frente. Al contacto de aquellos labios, la rani abrió los ojos y los fijó sobre su esposo.
—¡Mi Surama...! —exclamó el maharajá, estrechándola al pecho—. ¿Dónde estabas? ¿Qué te han hecho que estás toda empapada de agua? ¿Has querido desafiar al ciclón?
La rani no respondió. Miraba alrededor y, atraída por una fuerza misteriosa, detenía siempre sus ojos sobre el lecho en el que agonizaba el brahmán, siempre bien asegurado por robustas cuerdas.
—¡Por todos los dioses de la India, habla, Surama...! —gritó el portugués con voz casi imperiosa.
La rani le estrechó los brazos alrededor del cuello, luego dijo con voz débil:
—¡Ah...! ¡El sueño horrible...! ¿Es verdad que he soñado, mi señor?
Kammamuri le hizo al portugués una seña negativa. ¡No había soñado la pobre rani de Assam!
—¡Oh...! ¡El horrible sueño...! —repitió Surama estremeciéndose toda y estrechándose siempre más al cuello del portugués—. Cuánta agua he visto correr... y luego he pasado a través de una escala... y luego he encontrado a una enorme bestia, una tortuga.
—¡Has soñado! —dijo Yanez.
—Pero sí, mi señor. ¿Cómo podría encontrarme aquí?
—¿Y no has visto en el sueño también a Kammamuri? —preguntó Tremal-Naik.
—No... no... no lo he visto, pero me pareció oírlo a lo lejos, amenazar al gran reptil para que no me hiciese mal.
—¿Estás cansada, mi pobre Surama, verdad? —preguntó Yanez.
—Sí, mi señor y querría descansar unas horas al lado de nuestro pequeño Soarez.
La nodriza del pequeño te cambiará, porque estás toda mojada y te dormirá cantándote alguna de tus canciones favoritas. Ven, mi pequeña rani: nosotros todavía tenemos que hacer aquí.
Teniéndola siempre bien estrechada salió por otra puerta que daba a los apartamentos reales, mientras Kammamuri informaba rápidamente a su amo lo que había sucedido. Un minuto después el maharajá estaba de regreso. Su rostro estaba alterado por una cólera concentrada y sus ojos, normalmente calmados, mandaban destellos.
—¿No ha soñado, verdad, Kammamuri? —preguntó.
—No, señor, la hemos encontrado en la rotonda antes ocupada por los parias, agarrada a una gigantesca tortuga.
—¿Entonces es siempre aquel perro brahmán el que le impone su voluntad?
—Así debe ser.
—¿Qué hacer? —preguntó Yanez mirando a Tremal-Naik, que parecía bastante preocupado.
—Si yo fuese tú, cegaría completamente al miserable —respondió el indio—. Apagados los ojos también el fluido misterioso dejará de actuar.
—Pero yo no quiero que muera aquel hombre —dijo Kammamuri.
—Se puede vivir también sin ojos —respondió fríamente Tremal-Naik—. Por otra parte, el viejo paria ha confesado suficiente, aún cuando todavía nos falte el nombre del desconocido que está por desencadenar una gran revolución.
—¿Aquel nombre lo conoce solo el brahmán, amo?
—Sí, Kammamuri.
—Y entonces es necesario que viva todavía. En cuanto al ojo, que se vaya. Aunque no nos vea, puede hablar.
—Ah, no —dijo Yanez—. Que antes despierte a Surama. Tengo miedo de que mi mujer permanezca siempre somnolienta y presa aún de voluntades incomprensibles.
—Tienes razón, Yanez —dijo Tremal-Naik—. Primero que quite el magnetismo.
—Déjeme a mí, ahora —dijo Kammamuri.
Se acercó al lecho sobre el que yacía el brahmán, paria o lo que fuese.
El desgraciado, agotado por el sueño, por el hambre y sobre todo por la sed, se encontraba en un estado deplorable. No obstante, el único ojo aún mandaba aquellos resplandores misteriosos, intentando encantar también a los tres hombres.
Kammamuri tomó de una ménsula una botella de cerveza y un gran vaso y la destapó delante del prisionero, diciéndole:
—Si tú impones a la rani despertarse, vaciarás este jarro.
Un silbido rauco salió del pecho del prisionero y su ojo pareció aumentar su extraña luz.
—¿Me has comprendido?
El brahmán, que no podía resistir más la atroz sed, hizo una seña afirmativa.
—Entonces comanda a la rani que se levante.
—Sí... he... cho... —agonizó.
—Señor Yanez —dijo Kammamuri—, vaya a cerciorarse. No me dejaré engañar por este hombre.
El portugués salió casi corriendo y poco después regresaba con el rostro alegre.
—El encantamiento ha sido roto —dijo—. Surama ya está en pie y no recuerda nada. Da de beber a este miserable.
Kammamuri acercó el jarro a los labios del prisionero, ya todos negros y agrietados, y se lo vació en la garganta.
Un verdadero alarido de bestia satisfecha desgarró el pecho del brahmán.
—¿Estás mejor ahora? —preguntó Kammamuri, llenando otra vez el vaso.
—Otra vez... otra vez...
—Sí, no obstante, si nos dices por cuenta de quién actúan los parias.
—No... lo... sé...
—¡Si sabemos que eras su jefe...!
—¿Quién... lo... ha... dicho...?
—Aquel viejo cazador de cocodrilos que está atado en el otro lecho y que debes conocer bien —continuó el maratí.
—Aquel... perro...
—Y también nos ha dicho que tú actuabas por cuenta de Sindhia, el ex rajá.
El brahmán mandó un verdadero alarido y volviéndose hacia el viejo, que asistía impasible a aquella escena, después de haber recogido todas sus fuerzas, gimoteó:
—¡Traidor...!
—¡Ah...! ¡Finalmente te has traicionado...! —gritó Yanez, casi brincando encima del miserable—. Ahora no negarás más haber sido tú quien envenenó a mis ministros. Mójale la garganta para que pueda hablar mejor, mi buen Kammamuri.
El maratí fue pronto a obedecer y el prisionero, devorado por una sed ya casi inextinguible, vació ávidamente el segundo vaso.
—¿Confiesas ahora? —le preguntó Yanez, empuñando una pistola.
—¡Me han... traicionado... los viles...! —aulló el brahmán con un tono de voz que no tenía nada de humano—. Es inútil... que ahora niegue... que trabajo para Sindhia... y he sido yo quien envenenó a tus ministros... con la baba del bis-cobra. Ahora... puedes matarme... no puedo resistir más... tengo sueño.
—Primero vacía toda la botella —dijo Kammamuri—. Más tarde te daremos de comer todo lo que quieras y tendrás otra cerveza.
—Y luego... me matarán... ¿verdad...?
—Ni la rani ni yo hemos decidido todavía tu suerte —dijo Yanez con voz grave, volviendo a poner el arma en la ancha faja de seda—. Tú, quizá, podrías vivir, aunque tengas un ojo solo y volverte todavía rico, porque sabré pagarte mejor que el rajá, te lo aseguro. Las arcas del estado están incluso demasiado llenas de rupias y mohúres.
—Tú, Alteza... no mantendrás tus promesas... por otra parte, la vida no me importa.
—Confiesa que eres un paria y no un brahmán.
—Sí, soy un paria, pero hijo de un jefe famoso.
—Que debe haber sido pillo como tú, si no más —dijo Tremal-Naik, que estaba junto al viejo para impedirle hablar y exculparse de aquella traición que no había cometido.
—Era un gran jefe.
—¡De ladrones...! —gritó el viejo, que no podía más estar callado.
—También los ladrones forman una casta en India —dijo Yanez— y no son considerados en todas partes como famosos bribones. Por otra parte, esto no nos interesa. Ahora que sabemos bastante, por el momento no nos queda mas que hacer una visita a la pagoda de Kalikò con una buena fuerza de rajputs.
—¿Kalikò...? —preguntó Kammamuri.
—El viejo, durante tu ausencia, nos ha dado indicaciones valiosas y sabemos dónde sorprender a los jefes de Sindhia.
—¿Entonces ha huido el rajá?
—Esto lo deberás verificar tú. Antes de que el sol se ponga partirás y te dirigirás a aquella ciudad. Me oprime también que vayas para despachar un telegrama cifrado a Sandokan, para hacerlo acudir lo más pronto posible con un centenar de malayos. Solo cuando vea a aquel hombre me sentiré un poco seguro.
—Sin embargo, todo el país parece calmado, señor Yanez.
—Ah, sí, parece. Hace dos horas hemos recibido un telegrama de Silchar que aquella población se ha imprevistamente insurreccionado ayer, con el pretexto de no querer pagar más los impuestos y ha abatido las insignias de la rani, sin osar, hasta ahora, alzar las de Sindhia.
—¿Y la guarnición?
—Pasada a filo de espada. Allá abajo no tenemos ni siquiera un soldado más para hacer respetar las riendas del estado.
Yanez sacó un cigarrillo, lo encendió con su usual flema, aspirando rápidamente un par de bocanadas, luego dijo:
—Sindhia quiere medirse conmigo y desencadenar nuevamente la guerra en estas poblaciones que he intentado civilizar por todos los medios. ¡Que así sea...! Veremos si permanezco todavía aquí triunfante junto a mi pequeña rani y a mi hijo, o si estaré obligado a regresar a Malasia. Realmente allá me aburriría bastante menos que aquí.
Se pasó una mano sobre la frente y pareció deliberar.
—No hay nada más que hacer —dijo luego—. Tenemos veinte elefantes y guerreros listos para hacerse matar por nosotros y luego, después de ellos, están los montañeses de Sadiya que tan valerosamente me han ayudado a dar a la rani la corona que le pertenecía.
Kammamuri le indicó al prisionero haciendo un gesto amenazador.
—No —dijo Yanez—, aquel ojo puede sernos útil. Creo que aquel hombre decidirá, mediante una buena suma, ponerse a nuestros servicios. Por consiguiente, deja en paz tu talwar, tigre de los maratíes. ¿El cazador de ratas y Timul han llegado contigo?
—Sí, señor Yanez. Creo que están junto con el rajput que le había dejado.
—Que vengan a vigilar a estos hombres y tú sube a mi salón donde el desayuno ya debe estar listo. A pesar del ciclón, los cocineros no han estado inactivos. ¡Por Júpiter...! Hacía tres meses que no cocinaban más para mí y para la rani.
—Ahora bien, ¿quieres un consejo? —dijo Tremal-Naik—. Vacía botellas selladas y no comas mas que huevos.
—Entonces dejaremos que el tiffin se lo coman los dos perros del Tíbet. Había olvidado el peligro. Vamos: el alba ha surgido y la noche ha sido larguísima y bastante angustiante. Prepararemos, entre huevo y huevo, nuestro plan de batalla.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Como ya hiciera en el capítulo 18 de Los dos tigres, Salgari vuelve a fechar el huracán de Calcuta en 1866, por lo que lo volví a corregir por su año exacto. Según pude encontrar, el ciclón sucedió el 5 de octubre de 1864, cobrándose entre 50 y 60 mil víctimas humanas y se lo considera uno de los 10 más devastadores de la historia.

No existen referencias a tortugas gigantes terrestres en el Himalaya.

Hugli: “Hugly” en el original, es un río que conforma el tramo final del Ganges, hasta la desembocadura en el golfo de Bengala.

Quintal: Antigua unidad de masa. Actualmente existen 2 referencias a su equivalencia. Por un lado existe el quintal español, equivale a 46,008 kg, que más tarde se redondeó en 50 kg. Pero en otras regiones, como en la India, 1 quintal equivalía a 100 kg.

Pies: 1 pie = 0,3048 m.

Pagoda de Kalikò: No encontré una pagoda en Guwahati con ese nombre; el más similar podría ser el templo de Kamakhya. Por su parte, “calicó” es una tela delgada de algodón originaria de la India. Deriva del francés “calicot” que proviene del nombre de la actual ciudad Kozhikode, del estado de Kerala, India.

Silchar: “Silkar” en el original, es una ciudad de Assam ubicada junto al río Barak a 300 km al sudeste de Guwahati.

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