lunes, 29 de marzo de 2021

XII. La pagoda de Kalikò


Diez minutos después, Yanez, Tremal-Naik, la rani que tenía al pequeño Soarez en brazos y que parecía no estar más presa de aquel misterioso hipnotismo, y Kammamuri, se encontraban reunidos en una cómoda sala, amueblada a la inglesa antes que a la india, con poquísimos muebles, vastas sillas poltronas de bambú, una mesa larguísima con capacidad incluso para treinta personas, y numerosas ménsulas sosteniendo botellas polvorientas.
Los dos cocineros del palacete, ya informados de que el maharajá y sus compañeros deseaban desayunar, habían preparado la mesa, adornándola también con muchas flores.
Perfumes agudos salían de las cocinas esparciéndose incluso en la sala, con gran cólera de Yanez, que por temor a sufrir la suerte de sus ministros, se había jurado no comer mas que huevos duros, abiertos con sus propias manos, y cocos partidos en su presencia.
—¡Miren a qué se ha reducido un maharajá...! —exclamó, golpeando el puño sobre la mesa—. A no poder sacarse el hambre.
—¿Pero temes que también nos envenenen? No lo osarían, mi señor —dijo Surama.
—La traición nos envuelve, mi querida, y no sabemos qué preparan los contratados por Sindhia, que parecen ser todos parias. Tienen demasiado conocimiento de los venenos.
—Te repito que no osarían.
—Y yo digo que es mejor no fiarse, mi pequeña rani. Por otra parte, también se puede vivir muy bien con huevos, agua de coco y con alguna banana que, no obstante, iremos a recoger nosotros al jardín.
—Y haces bien, Yanez —dijo Tremal-Naik.
—¿Entonces Sindhia ha escapado? —preguntó Surama, palideciendo.
—Así parece, pero mandaremos a Kammamuri a Calcuta para informarse mejor. Aquel bribón al que tú pasabas cincuenta mil rupias al mes para que no nos fastidie más y continuara bebiendo, amenaza declararnos nada más que la guerra.
—¿No tienes confianza en nuestro pueblo?
—Ninguna, Surama. Tu pueblo necesita un tirano que fusile a los ciudadanos para probar sus armas, como hacía desde las ventanas del palacio real, y no dos buenas personas como tú y yo.
—¡Me asustas, mi señor!
—Tú estás a la cabeza del estado, porque yo no soy mas que un príncipe consorte y debo contarte todo.
—¿También tú, Tremal-Naik, crees que estalla una insurrección a favor de Sindhia? —preguntó Surama.
—Ya tenemos las pruebas —respondió el famoso cazador de tigres de la jungla negra.
—Y nosotros tendremos fuerzas...
—Silencio ahora, Surama —dijo Yanez—. Retomaremos más tarde esta interesante conversación.
La puerta se abrió de par en par y los dos cocineros, seguidos por cuatro pajes y por los dos molosos del Tíbet, que habían sido salvados junto con los elefantes, entraron llevando sobre grandes bandejas de plata todo tipo de alimentos.
—Lo siento por ustedes —dijo Yanez—, pero todos estos alimentos deben volver a la cocina, salvo un pudding que quiero ofrecer a los perros. Tráenos solamente huevo duro y cocos. El vino, y bien sellado, aquí no falta y nos serviremos nosotros.
Tal fue el estupor de los dos pobres cocineros, que por una buena hora asaron delante de las cocinas compitiendo en la preparación de los platos, que por poco no dejaron ir a tierra todo el bucólico trabajo.
—Alteza —dijo finalmente el más viejo, dándose ánimo—. Diría que teme alguna traición por parte nuestra.
—No, no de parte suya —respondió prontamente Yanez—. Sabemos que ustedes son dos fieles súbditos. No obstante, no oso comer más sus pasteles si no son cocinados ante mis ojos.
—Está equivocado, Alteza, porque ningún envenenador ha entrado aquí. Sabe bien que el palacete está rodeado por rajputs.
—¿Quieren probar? —dijo Tremal-Naik—. Kammamuri, saca a uno de los dos molosos, y ofrezcamos al otro aquel pudding.
—Lo he preparado yo, sahib —dijo el segundo cocinero, con voz temblorosa—. ¿Por qué dudar?
—Siéntate allí y probemos. ¡Que nadie salga! —gritó luego, viendo que uno de los cuatro pajes, un muchacho de apenas doce años de edad, de aire astuto y ojos inteligentes, intentaba ganar cautamente la puerta.
Aquella maniobra lo había impresionado profundamente.
—¿Qué tienes, Tremal-Naik? —preguntó Yanez—. Diría que quieres matar a alguien, de tan trastornado que te veo.
—Espera un poco, amigo. Creo haberte dado un buen consejo hace poco, de no confiar ni siquiera en tus cocinas.
Luego, volviéndose hacia el cocinero mayor, le dijo:
—¿Quién es aquel muchacho?
—Mi pequeño ayudante, sahib.
—¿Cuánto tiempo hace que se encuentra a tu servicio?
—Solo tres días.
—¿Y los otros?
—¡Oh, hace años! Se puede decir que han crecido en las cocinas del bungalow.
—Está bien: Kammamuri, cierra la puerta y aleja al moloso más grande.
—Está hecho, amo —respondió el maratí, que actuaba rápidamente, curioso por saber lo que estaba por suceder.
Tremal-Naik tomó dos bandejas, una conteniendo un asado rehogado en Madeira, y la otra un magnífico pudding de bella costra dorada que transmitía un perfume exquisito, y las puso delante del moloso que había permanecido en la sala.
—¿Crees que hay veneno en aquellos alimentos? —preguntó Yanez, frotándose alguna gota de sudor frío.
—Esperemos —respondió Tremal-Naik, que no separaba la mirada del paje sospechoso—. Hagamos un experimento.
El enorme perro se había puesto a trabajar los dientes, casi con furor, ahora arrancando un pedazo de asado y ahora uno de pudding. Su larga cola, rica en pelo, ondeaba frenéticamente.
—¿Observas algo, Yanez? —preguntó Tremal-Naik.
—Que el moloso es presa de una extraña agitación, aún cuando no haya tragado muchos bocados hasta ahora.
—Mira ahora a aquel muchacho que intentaba irse sin ser visto.
—Me parece que tiembla.
—¡Por Shivá...! —exclamó Kammamuri, yendo al encuentro del muchacho con el puño alzado.
—Déjalo estar por ahora —dijo Tremal-Naik—. Veamos qué hace el moloso.
Yanez en aquel momento se alzó de pronto gritando:
—¡El perro ha muerto fulminado...!
Y en efecto la pobre bestia, después de haber replegado bruscamente la cola y de haber bostezado largo tiempo, mostrando su terrible dentadura, de repente se había abatido sobre un flanco, permaneciendo perfectamente inmóvil.
—¡El pudding estaba envenenado...! —gritó Yanez, apuntando sus pistolas a sus dos cocineros—. ¿Quién ha sido?
—Alteza —dijo el primer cocinero, que temblaba como una hoja y sudaba como si hubiese salido de un horno—. No pudo haber sido mas que este muchacho.
—Lo llevo a los elefantes —dijo Kammamuri—, a fin de que se diviertan un poco jugando a la pelota.
—No lo tocarás —dijo Tremal-Naik—. Antes debemos conocer bien con qué enemigos tenemos que tratar. Parece que ya se han introducido también aquí.
—Y a ti te debo la salvación de todos —dijo Yanez—. Sin tus sospechas no habría más ni una rani, ni un maharajá en Assam, y quizá ya habría muerto también mi hijo. ¡Ah...! ¡Esto es demasiado...! ¡Se trabaja mucho con venenos aquí...! ¡He tenido suficiente con esta corona...!
Luego se acercó al muchacho lanzándole una mirada penetrante y arrancándolo de entre los cocineros, detrás de los que intentaba agazaparse, lo empujó hacia la mesa sentándolo sobre una ancha silla poltrona mecedora.
—Ahora hablarás, bribón —dijo—. Tú has entrado aquí hace solo tres días. ¿Quién te ha mandado?
El muchacho tuvo un sobresalto y parecía que su lengua se hubiese paralizado. Abría los ojos llenos de espanto y se retorcía las manos.
Kammamuri le hizo engullir una copita de ginebra, que pareció galvanizarlo.
—Hablaré —dijo con voz temblorosa—, siempre y cuando no me hagan mal. No sabía que la ampolla que me entregaron contenía veneno.
Todos lo habían circundado mirándolo con vivísima cólera. Especialmente los cocineros y los otros pajes parecían extremadamente exasperados. Si les hubiesen entregado a aquel muchacho ciertamente lo habrían arrojado dentro de los grandes hornos de la cocina, como si se tratase de un simple bistec.
—Tú has hablado de una simple ampolla —dijo Yanez haciendo señas a todos para que no hablen.
—Sí, sahib —respondió el pequeño cocinero, golpeando los dientes.
—¿Y dices que no sabías qué contenía?
—No, señor, porque habría probado enseguida aquel pudding, se lo juro por Shivá.
—¿Quién te la ha dado?
—Un faquir que he encontrado hace cuatro días y que me sugirió la idea de presentarme a sus cocineros para trabajar con ellos.
—¿Y por qué te ha dado aquella ampolla? —continuó Yanez, en el silencio general.
—Porque decía que volvería los alimentos destinados al maharajá y a la rani mucho más gustosos.
—Y te había aconsejado...
—Poner cinco gotas en cualquier postre, no obstante, sin dejarme ver por los cocineros, a fin de que no robasen el secreto para volver los alimentos mucho más delicados.
—¡Lo ves, en efecto...! —dijo Yanez, irónicamente—. Aquellas gotas misteriosas mandaban al otro mundo a hombres y animales. ¿Tienes todavía la ampolla?
—Sí, mi señor —balbuceó el muchacho.
Hurgó en la alta faja blanca que le ceñía los flancos y ofreció al portugués una ligerísima ampollita de cristal blanco que contenía un líquido rojizo, de aspecto poco prometedor.
—Es inútil que la destapes —dijo Tremal-Naik a Yanez—. Ahí dentro hay baba de bis-cobra.
—¿Tú crees?
—Lo verás.
En un ángulo de la sala dormitaba un soberbio pavo real, ave que también se encuentra en todas las casas de los ricos indios, donde son tratados con todo cuidado porque representan a la diosa Saravasti, que protege los nacimientos y los matrimonios. Tremal-Naik sacó a la nodriza de Soarez un sutilísimo agujón, destapó la botellita, mojó la punta y se acercó al pavo real hiriéndolo ligeramente en el cuello.
—Ahora veremos el efecto —dijo—. Saben, que al igual que el de la cobra y el de la serpiente del minuto, el veneno del bis-cobra, no tiene antídoto, e intentan fulminarnos a todos. ¡Bellos canallas...!
El pavo real se había despertado bruscamente, alargando su imponente cola para luego recogerla enseguida como un gigantesco abanico centelleante de oro y azul.
Miró con aire estupefacto a las personas que lo habían circundado, mandó dos veces su grito desagradable y agudo, luego el gran abanico bruscamente se puso a oscilar como si hubiese sido sacudido por una fuerte corriente de aire, mientras las alas se alargaban hasta el suelo con un fuerte temblor. Sus ojitos se habían vuelto centelleantes como si fuesen auténticos diamantes.
—Ves, Yanez —dijo Tremal-Naik—. Este pobre pájaro muere.
—Veo —respondió el maharajá con voz oscura—. La baba de bis-cobra no perdona.
En aquel momento el soberbio pavo real se recogió todo sobre sí mismo, vibró una última vez la cola, mostrando todos sus colores, luego cayó como fulminado al igual que el moloso.
—¿Osarías, ahora —dijo Tremal-Naik, volviéndose hacia el muchacho—, mandar adentro una sola gota del líquido contenido en la ampolla?
—Ahora no, mi señor —balbuceó el pequeño cocinero, cerrando los ojos y poniéndose grisáceo, o sea, palidísimo—. No obstante, antes sí, porque creía de buena fe que aquel líquido debía dar mayor sabor a los alimentos.
—¿Y no te ha venido ni siquiera la más lejana sospecha de que aquella ampolla pudiese contener veneno? —preguntó Yanez.
—No, maharajá.
—¿Aquel faquir te ha dado algo para que tú lo obedezcas?
—Sí, un mohúr de oro, que todavía tengo conmigo y que estoy listo para entregárselo. (40 liras)
—¿Has vuelto a ver a aquel hombre?
—Nunca más.
—¿Sabrías reconocerlo?
—Si lo encontrase sí, porque su fisonomía me ha quedado profundamente impresa.
—O eres muy astuto, como me pareces —dijo Tremal-Naik—, o el más grande cretino que se encuentra no solo en Assam, sino en toda la India.
—Usted no me cree, sahib —dijo el muchacho, mirando con espanto a Kammamuri que lo miraba fijo con dos ojos terribles.
—Muy poco.
—Sin embargo, he dicho la verdad, sahib.
—Pero ,¿nunca antes habías visto a aquel faquir? —preguntó Yanez.
—Nunca, maharajá.
—¿Tienes familia?
—No tengo a nadie más: la hambruna del año pasado ha matado a mi padre, mi madre y a mis tres hermanos.
—¿De modo que no tienes cabaña?
—Ninguna: dormía en las que se encontraban vacías, o en los jardines y vivía de fruta robada.
—¿Qué debo hacer con este mal muchacho? —preguntó Kammamuri con impaciencia.
—Tampoco este debe morir —dijo Yanez—. Nos seguirá a la pagoda de Kalikò. Quién sabe, también podamos encontrar a este segundo envenenador.
—¡Ah...! Si encontrásemos también a Sindhia... —exclamó Tremal-Naik—. La insurrección habría terminado con un solo tiro de carabina disparado al dorso de un solo hombre.
—No creo que sea tan estúpido como para acercarse tanto a la capital. Todavía estará en las fronteras, ocupado en reunir a sus parias, sus thugs, sus ladrones y todos los aventureros que corren siempre donde hay esperanzas de un gran saqueo.
Permaneció un momento en silencio, se acercó a un escritorio y en un pedazo de papel escribió algunas líneas.
—Tú, Kammamuri, partirás enseguida con uno de mis elefantes hasta que llegues a la estación de ferrocarril de la frontera y mandarás a Sandokan este despacho. Las comunicaciones con la Malasia ya son fáciles y también bastante rápidas y luego, al famoso pirata no le faltarán naves a vapor.
—¿Sin desayuno? —preguntó el maratí, sonriendo.
—Comerás en la primera aldea que encuentres y con mayor seguridad que aquí.
—Alteza —dijo el cocinero mayor, con voz llorosa—. ¿No confía más en nosotros? Si quiere, en pocos minutos, le prepararemos un nuevo desayuno.
—¿Sin veneno de bis-cobra? —preguntó, en broma, Yanez.
—Se lo juro, Alteza.
—Entonces ve, buen hombre. Confío en ti y luego Kammamuri y sus compañeros también tendrán mucha hambre.
—No podrán resistir más en pie después de una noche tan pesada, señor Yanez —dijo el maratí.
—No obstante, tú irás a vigilar a los cocineros.
—No era necesario que me lo dijese, aún cuando tenga plena confianza en estos buenos cocineros.
En espera del desayuno, que por poco no los manda a todos al otro mundo, si hubiesen probado el primero, destaparon algunas botellas de cerveza cuidadosamente selladas, y que llevaban en el lacre el emblema de Assam: tres elefantes con las trompas alzadas. Los buenos cocineros mantuvieron su palabra. Todavía no había transcurrido media hora que ya regresaban corriendo con otras fuentes confeccionadas bajo la alta vigilancia de Kammamuri.
Comieron rápidamente, sin aprensión, no olvidando ni a los dos prisioneros, ni al rajput que los estaba vigilando, ni al cazador de ratas, ni tampoco al joven buscador de pistas.
Siendo apenas las nueve y habiendo dado Yanez la orden de que los elefantes estuvieran listos para las cinco, montados por cien rajputs escogidos, decidieron descansar un poco. Solamente Kammamuri, siempre incansable, se rehusó, oprimiéndole no perder el tren que de Agomani, último suburbio de la frontera, debía conducirlo a Calcuta.
Como ya se sabe, Timul debía hacerle compañía, mientras que los otros debían quedarse, junto con cuatro viejos rajputs de muchísima confianza, para vigilar al brahmán y velar por la rani y su pequeño Soarez. Yanez ya había decidido llevarse consigo al paria de barba blanca y al joven envenenador. No desesperaba con este último, encontrar al faquir.
Al mediodía, cuando ya todos descansaban, Kammamuri dejaba el palacete junto con el buscador de pistas y dos rajputs. Montaba uno de los mejores elefantes del maharajá, valiente casi como el incomparable Sahur. A las cinco, en cambio partían Yanez, Tremal-Naik, junto con el viejo paria y el joven envenenador.
Todos los elefantes de los parques reales, una veintena y también más, guiados por sus cornac y con Sahur a la cabeza, se habían reagrupado delante del bungalow, ofreciendo un espectáculo extraordinario, tanto más porque todos los howdah, o sea, las cajas, estaban llenas de rajputs formidablemente armados, escogidos entre los montañeses de Sadiya, todos antiguos súbditos del padre de la rani. La población, que había reparado lo mejor que pudo los daños producidos en sus casas por el ciclón de la noche, había acudido en masa a disfrutar de aquella partida, no obstante, no sin cierto sentido de amargura, Yanez había notado que los aplausos entusiastas de hace un tiempo habían faltado.
—Ves —dijo a Tremal-Naik que se sentaba frente a él—. Parece que no reconocen más en mí al marido de la rani. ¡Ah...! ¡Qué ingratos son estos indios!
—No todos, no obstante —dijo el famoso cazador de tigres y serpientes de la jungla negra—. Estarás de acuerdo, amigo príncipe.
—No hay mas que dos solos con los que pueda contar absolutamente, y se llaman Tremal-Naik y Kammamuri.
—Nosotros somos viejos amigos y ya me he vuelto más europeo que otra cosa.
—La Young India te ha enroscado un poco.
—Es probable, Yanez. Y es tiempo de que también los indios hagamos una gran ruptura con nuestras antigüedades y que sacrifiquemos a un buen número de númenes absolutamente inútiles. El despertar llegará, te lo aseguro, y entonces los indios, conscientes de sus propias fuerzas, arrojarán al Océano Índico a todos aquellos vampiros que se llaman ingleses y que nos explotan, quitando a nuestro pueblo hasta la última gota de sangre.
—Y será aquella una espantosa insurrección que quizá no veamos, porque ya estamos bien maduros. Mi hijo, si regresa aquí o si se queda aquí...
—¿Por qué has dicho, Yanez, si regresa aquí? —preguntó Tremal-Naik, golpeado por aquellas palabras que el portugués había pronunciado con voz melancólica.
—Qué quieres que te diga, amigo, siento que la corona de Assam, un día u otro, me será quitada de la cabeza.
—Qué feas ideas tienes.
—No ciertamente alegre —respondió Yanez—. No obstante, la corona costará muy cara y chorreará sangre. Quizá pierda el imperio, porque veo que la traición nos oprime por todas partes, no obstante la lucha será terrible. Espera a que llegue Sandokan con sus cachorros y que se desencadenen los montañeses de Sadiya, y luego veremos qué hará Sindhia con sus bandidos y sus parias.
—Trabajará con venenos —dijo Tremal-Naik, poniéndosele oscuro el rostro.
—Y cuanto envenenador capture, lo pondré en la boca de los cañones. Basta ahora de ser demasiado generoso —dijo Yanez, haciendo un gesto de ira—. Con este pueblo, debería haber sido cruel como el ex rajá. Está bien, si lo consiguen, lo repondrán y se harán masacrar por las calles para divertirlo y hacerle pasar la borrachera. ¿Es así, verdad, Tremal-Naik?
—Tienes razón, amigo: ciertos pueblos deben ser gobernados por tiranos sanguinarios y sin escrúpulos, y uno de aquellos es nuestro Sindhia. No obstante, el despertar, como te decía, llegará, un poco tarde, pero llegará y aquel día no querría encontrarme en la piel de uno de estos príncipes, como no querría encontrarme en la piel de un inglés. Tarde, pero algo espantoso sucederá y hará palidecer a la insurrección de Delhi.
—¡Bah...! —dijo Yanez—. Después de todo, como siempre te he dicho, no he nacido para guiar un imperio, especialmente cuando este tiene demasiados engranajes que, de vez en cuando, chirrían terriblemente, como si les faltase grasa. Esperemos a Sandokan y luego veremos qué hacemos.
—¿Crees que partirá enseguida?
—No tardará una hora. Si siempre se divierte, aquel diablo de hombre, batiéndose en la India. Figúrate si no correrá sabiéndonos a todos en peligro.
—No obstante, antes de veinte o veinticinco días no podrá estar aquí. Quizá hayamos tardado un poco en advertirle de lo que sucede aquí.
—Mientras tanto procederemos nosotros. Cuando quiera, todos los montañeses de Sadiya descenderán a la planicie conducidos por el viejo Khampur que tanto nos ha ayudado para expulsar a aquel borrachín de Sindhia.
—Yo me encargo de este asunto —dijo Tremal-Naik.
—No obstante, por ahora esperemos y busquemos sorprender a los conspiradores.
Luego, volviéndose hacia el viejo paria le preguntó:
—¿Cuándo podremos llegar a la pagoda de Kalikò?
—Si los elefantes fuerzan el paso, entre las dos y las tres de la mañana —respondió el prisionero.
—Cuidado con engañarnos, porque nosotros no somos hombres de perdonar un delito y mucho menos una traición. Has visto cómo hemos reducido a su supuesto brahmán.
—Soy viejo y sin embargo todavía me preocupa mi piel, maharajá. Y luego, ahora estoy en sus manos y ninguno de los suyos me ayudaría ciertamente a huir. Deje que pase detrás del cornac, para mostrarle el camino más breve y mejor para llegar a la pagoda.
—Hazlo —dijo Yanez, sacándose de la faja una pistola de dos tiros y poniéndola delante suyo, sobre un pequeño taburete—. Te advierto que las balas que están dentro de estos cañones te golpearán de lleno detrás del dorso si trataras huir.
—Le prometo, Alteza, serle fiel. No tendrán que lamentarse por mí, siempre y cuando no se muestren demasiado crueles con mis compañeros detenidos en los pantanos de los cocodrilos.
—Ni siquiera pensaba en ellos —respondió el maharajá—. Terminada la guerra, si hay guerra, serán todos libres.
—Gracias, Alteza, por mis compañeros, los cuales, se lo aseguro, siempre han ignorado la verdadera finalidad de su reclutamiento.
Habían llegado al bastión de Batur, que miraba hacia las inmensas planicies del sur, cubiertas por vegetación maravillosa y de varios colores.
Los veinte elefantes, uno a la vez, siendo su peso demasiado enorme, atravesaron el ancho puente levadizo arrojado sobre una profunda fosa erizada de palos puntiagudos, luego, azuzados por los cornac, se pusieron a trotar, alcanzando muy pronto los densos montes, que habían interrumpido los arrozales, es más, reduciéndolos mucho.
En la India las plantas se desarrollan de un momento para el otro, incluso si faltan lluvias. Quizá sus raíces hundiéndose bastante en el terreno, encuentran estratos de agua encerrados entre estratos arcillosos. En quince días un bambú alcanza quince metros de altura y grueso casi como el cuerpo de un hombre, si se mide en la base; los tamarindos, los tara, los cocoteros, los mehendi aumentan, día a día, el volumen de sus hojas. Luego es espantoso el desarrollo de las plantas parásitas. En pocas semanas invaden inmensas extensiones de tierra sepultando incluso a las aldeas y destruyendo las plantaciones. No, el campesino indio, aunque favorecido por un clima maravilloso, no puede estar contento porque debe dar continuas batallas a aquellas gigantescas plantas herbáceas que nunca paran. Ay si se detiene: entonces es la hambruna a corto plazo, aquella terrible hambruna, que todos los años hace morir de miserias inenarrables a más de un millón de habitantes, a pesar de la ayuda inglesa.
Los veinte elefantes, siempre guiados por Sahur, que servía de piloto, pasaban a pequeño trote de monte en monte, haciendo temblar el suelo bajo sus poderosas patas, y las hojas de las plantas con sus formidables barritos. Ante ellos, tomados por un loco espanto, huían tropas de nilgó, bandadas de pavos reales, hordas de papagayos parlanchines.
Verdaderamente no había un sendero, pero aquellos colosos, dotados de una fuerza terrible, no se incomodaban para abrirse paso, partiendo, rompiendo, derribando plantas parásitas y árboles que ponían por tierra con grandes golpes de probóscide.
Hacia el ocaso la imponente tropa llegó a la orilla de un pequeño lago, habitado también aquel por cocodrilos que se mantenían semi escondidos entre las plantas acuáticas, en absoluto dispuestos a tomársela con aquellas grandes bestias de las que ya debían conocer la potencia.
—Alteza —dijo el viejo paria, que se mantenía a horcajadas detrás del cornac, volviéndose a Yanez—. Ya estamos a mitad de camino. Sus elefantes han trotado mejor que caballos lanzados al galope.
—¿Podemos detenernos aquí y cenar?
—Sí, Alteza, o llegaremos demasiado pronto. Es mejor sorprenderlos en el sueño profundo, a los reclutados por Sindhia.
—Confío en ti: hagamos entonces una breve parada —respondió Yanez, volviéndose a poner la pistola en el cinturón para evitar alguna fea sorpresa, porque en el fondo no confiaba en absoluto en el guía.
Sahur dio primero la vuelta al lago para ver si había animales peligrosos escondidos entre los altísimos kalam, empujando sus puntas bastante alto, y que usualmente sirven de refugio a los tigres. Donde hay agua el bagh se encuentra casi siempre, porque sabe que tarde o temprano todos los grandes antílopes de la llanura irán a saciarse y se encuentran sobre todo los tigres admikanevalla, los terribles comedores de hombres, que ya no piden mas que carne humana. Este último no ataca más a los animales salvajes, al contrario, parecen despreciarlos y si derriban algún nilgó o algún bisonte, se contenta con sumergir su hocico en los intestinos humeantes del vencido y succionar un poco de sangre. El resto lo deja a los chacales, que nunca dejan de acudir en docenas y docenas, aullando espantosamente y siempre listos para trabajar enérgicamente las mandíbulas, y posiblemente llenarse casi hasta el punto de estallar.
Sahur, que no tenía ningún temor a los tigres, mientras que muchos elefantes les temen bastante y se rehúsan obstinadamente en atacarlos, cumplida la vuelta al estanque, alcanzó a sus compañeros que ya estaban cenando con grandes hogazas amasadas con ghee, o sea, manteca clarificada. No era alimento suficiente para aquellos cuerpazos, no obstante el lago estaba circundado por grandes grupos de bar, cuyas hojas son bastante apreciadas por aquellos gigantes.
—¿Nada sospechoso? —preguntó Yanez al viejo paria.
—No, Alteza. Y luego, todavía estamos muy lejos de la pagoda.
—Entonces, si cenan los rajputs y los elefantes, podemos tragar un bocado nosotros también. ¿Verdad, Tremal-Naik?
—A esta hora también estará cenando Kammamuri cómodamente sentado en el coche restaurante.
—¡Ah...! —dijo el portugués—. Pensaba justo en él en este momento.
—Explícate mejor.
—¿Y si lo envenenasen durante el viaje?
—Será imposible, porque le he recomendado alimentarse siempre solo de huevo y pan tomado de mesas de otros viajeros. Y luego, ¿quién quieres que lo haya seguido si montaba un elefante?
—Qué quieres que te diga, yo ya desconfío de todo.
—Verás que llegará a Calcuta sano y salvo, y que mañana recibiremos un despacho suyo.
—¡Bah...! Dejemos los pensamientos tristes y ocupémonos de la cena.
Si habían llevado con ellos muchas armas y muchas municiones, no se habían olvidado de hacer cargar sobre el elefante muchas botellas de cerveza, patos brahmánicos bien asados, fiambre y bizcochos.
Dejaron la caja y se tendieron en medio de una densísima hierba, conduciendo con ellos al viejo paria y al joven cocinero, así como al cornac encargado de vigilarlos estrechamente y de hacer uso, en caso de necesidad, de su terrible arpón de acero, temido incluso por los elefantes.
Los rajputs, reunidos en grupos, vivaqueaban alegremente, no obstante, sin fogatas, porque los kalam demasiado secos habrían podido desencadenar un espantoso incendio. Por otra parte, no tenían necesidad, porque todos habían sido provistos de fiambres y otros alimentos que no tenían necesidad de ser calentados. Aquellos formidables guerreros, aún sabiendo que podían desafiar a un enemigo, quizá peligrosísimo, aunque desconocido, que podía suprimirles muchos, si estaban tendidos en torno a los elefantes, con las carabinas sobre las rodillas, trabajaban poderosamente con las mandíbulas, charlando y riendo estruendosamente.
Todas las bestias feroces de los alrededores, y debía haber no pocas en aquellos montes, en cambio callaban y se cuidaban bien de hacerse descubrir. Incluso los cocodrilos del estanque, impresionados por la presencia de tanta gente y de tantos colosos, no hacían oír ni el más leve bramido. El maharajá y sus hombres vivaquearon hasta las diez, luego, por consejo del viejo paria, todos volvieron a subir a los elefantes que, ya bien alimentados, se encontraban en grado de hacer una larga carrera. Sahur se había vuelto a poner a la cabeza de la imponente expedición y la guiaba a paso velocísimo sin mandar ningún barrito, porque su cornac se lo había prohibido.
Los bosques se sucedían siempre a los bosques, interrumpidos sólo, de vez en cuando, por algún pantano dentro del cual los elefantes se hundían hasta el pecho. Ya nadie hablaba porque alrededor de la pagoda de los conspiradores podía haber centinelas, listos para dar la alarma.
Ya la medianoche había pasado por tres buenos cuartos de hora, cuando el viejo paria le dijo a Yanez, que no lo perdía un solo momento de vista:
—Alteza: haga detener aquí a los elefantes.
—¿Hemos llegado?
—La pagoda está apenas a media milla, Alteza. Si los reclutados por Sindhia oyen a los elefantes, escaparán todos más rápido que los nilgó. Por otra parte tiene suficientes fuerzas como para caer imprevistamente sobre aquella gente.
—¡Eh...! ¡Atrincherados dentro de una pagoda...! —dijo Yanez—. Con las pagodas he tenido a menudo pésimas sorpresas. Sin embargo, estoy dispuesto a obedecerte...
—No obstante, cuida tu cabeza —dijo Tremal-Naik—, porque cuando el maharajá dispara contra un traidor, siempre lo mata.
—Lo sé —respondió el viejo—. Y luego, no tengo armas para rebelarme.
A una orden lanzada por el cornac, todos los rajputs dejaron por segunda vez los elefantes, llevando sus carabinas, sus pistolas y sus talwar, y se reunieron en dos filas.
Una debía ser dirigida por Yanez, la otra por Tremal-Naik.
La señal de avance fue dada y las dos pequeñas tropas se pusieron en marcha, listas para acechar la pagoda y arrestar a todos los conjurados, o mejor dicho, a los reclutados por Sindhia.
Veinte minutos después, habiendo atravesado un densísimo bosque, se detuvieron delante de una imponente construcción. Era la pagoda de Kalikò.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Por lo que encontré, el emblema de Assam durante la colonización inglesa era un rinoceronte negro sobre un fondo dorado, y no tres elefantes con las trompas alzadas, como indica Salgari.

En la época en la que transcurre la historia, 1883 aproximadamente, el tren todavía no llegaba al estado de Assam. Lo más cerca que se encontraba era en la ciudad de Koch Bihar, en Bengala Occidental. En la próxima novela, Kammamuri llega a la ciudad de Rampur en Bengala Occidental (no confundir con la ciudad de Rampur en Assam, donde se encuentra en este momento la familia de Yanez) para tomar el tren. Rampur está más cerca de la frontera con Assam, a unos 50 km al este de Koch Bihar. Sin embargo, en 1893 el tren desde Koch Bihar se dirige hacia Dhubri, en Assam (que queda más hacia el sur, sobre el río Brahmaputra), y no todavía a Rampur.

La insurrección de Delhi a la que hace referencia Tremal-Naik es la rebelión india de 1857, cuyos hechos se nombran en la cuarta novela de la saga, Los dos tigres.

Y así termina esta novela. Como pueden ver, el final abrupto refuerza la idea de que se trata de la primera parte de una novela, cuya inmediata continuación se produce con el primer capítulo de La caída de un imperio.

Por suerte (o con suerte), en un par de semanas continuamos con la aventura.

Madeira: Vino producido y elaborado en la isla portuguesa de Madeira.

Cocinero mayor: “Capocuoco” en el original, es el jefe de cocina de la casa real.

Agomani: “Agen” en el original, es más que nada una suposición. Es el nombre más similar que encontré entre las ciudades que se encuentran en la frontera de Assam con Bengala Occidental. Por otra parte, está a unos 40 km al sur de Rampur (Bengala Occidental).

Delhi: Estado al norte que forma el 'Territorio Capital Nacional' de la República de la India. Contiene la nueva ciudad de Nueva Delhi, la cual ha dejado de ser un área urbana distinguible pero contiene la mayoría de las instituciones administrativas del gobierno nacional y es considerada formalmente la capital.

Bastión de Batur: No encontré referencia a este bastión.

Mehendi: “Mindi” en el original, es el nombre hindi de la alheña (Lawsonia inermis), arbusto de la familia de las oleáceas, de unos dos metros de altura, ramoso, con hojas casi persistentes, opuestas, aovadas, lisas y lustrosas, flores pequeñas, blancas y olorosas, en racimos terminales, y por frutos bayas negras, redondas y del tamaño de un guisante.

Bagh: “Bâg” en el original, quiere decir tigre en hindi.

Admikanevalla: Proviene del hindi “admīkhānewālā”, que significa “el que come hombres”.

Ghee: “Ghi” en el original, es una especie de mantequilla clarificada empleada en la cocina india y paquistaní. Originalmente se obtenía de leche de búfala.

Bar: Significa baniano en hindi.

Millas: 1 mi = 1,609344 km. Por lo tanto, 0,5 mi equivalen a 0,80 km.

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